¡No
vale nada la vida! ¡La vida no vale nada! Así dice el aparte más conocido de
una popular ranchera. Por los accidentes -dolorosas tragedias familiares-
ocurridos en la pasada Semana Santa, pareciera que aquella letra fuera más bien
un axioma en Colombia. Produce escalofrío, desconcierto y rabia el pensar que
en ese lapso hayan perecido ahogadas ocho personas, casi todas menores,
víctimas de esos demonios que les echan mano a las vidas llamados descuido,
desidia e irresponsabilidad. Esas mismas actitudes se llevaron otras nueve
vidas, que retornaban en motocicletas hacia sus hogares.
Ante tantos lamentables sucesos como estos, ya se había legislado. Se aprobó
la Ley 1209 del 14 de julio del 2008, que contempla piscinas privadas y de uso
colectivo. Parece completa: cerramientos, señales visibles de la profundidad,
barreras de protección, detectores de inmersión o alarmas cuando la piscina no
esté en uso, obligación de tener personal salvavidas, flotadores, teléfono o
citófonos para llamadas de emergencia, no permitir la entrada de niños solos
menores de 12 años... Pero, como se ve, es apenas otra de las tantas leyes
burladas, con trágicas consecuencias, por ese olimpismo
con que a menudo se toman en el país las responsabilidades ciudadanas.
Como ocurre con las motos, a pesar de las exigencias de cascos y chalecos reflectivos o de una que otra campaña que trata de educar a
los usuarios. Porque el peligroso no es el vehículo en sí, sino quien lo
conduce. O los terceros, cuya imprevisión acarrea los accidentes. De los 67
ocurridos en las carreteras en el lapso de los días santos, en 32 casos hubo
motociclistas implicados. El saldo: 9 personas muertas y 42 heridas. El general
Luis Alberto Moore, director de la Policía de
Carreteras, advirtió que en estos casos también aparecieron los demonios de la
imprudencia y la alta velocidad.
Las motos, cuyo crecimiento en ventas ha sido vertiginoso (ya en Colombia
hasta el 2007 circulaban 2'160.505, según el Anuario Estadístico de
Transporte), son atractivas por su economía, facilidad de parqueo y
desplazamiento rápido. Además, porque no pagan peajes y tienen menores niveles
de impuestos. Pero por su causa mueren unas 1.200 personas al año, razón por la
cual se necesitan mecanismos más severos para reglamentar su uso. Entre otros,
escuelas de conducción serias y no con el empirismo con que se conduce hoy los
vehículos de dos ruedas.
Piscinas y motos poco tienen que ver, excepto porque en tierra y agua la
muerte está metiendo sus garras. Así que lo que se requiere, por una parte, es
hacer cumplir la ley o endurecerla si es necesario. Con sanciones ejemplares.
Porque, no solo durante los días de descanso, sino este fin de semana, en
cualquier piscina, calle o carretera, otro hogar puede estar en duelo. Más conciencia
y más autoridad son indispensables.
Pero también el aporte de los ciudadanos resulta fundamental. En la inmensa
mayoría de las tragedias, la falta de una cultura de la prevención tiene una
altísima cuota a la hora de explicar los resultados lamentables. Aparte de la
conciencia sobre los riesgos que representan las piscinas desatendidas o el
exceso de velocidad, se agregan en ocasiones el licor o la temeridad monda y
lironda. Algunas de estas conductas pueden ser evitadas por las autoridades,
pero en la mayoría de los casos son los colombianos del común, ya sea como
padres o a título personal, los que deben combatir con el ejemplo este tipo de
inseguridad.
Igualmente, hay que rechazar el fatalismo con el cual se aceptan en forma
resignada los hechos luctuosos. Si el país ha sido capaz de combatir con éxito
el crimen organizado y disminuir el número de muertes causadas por los
violentos, también debe hacer lo propio a la hora de obedecer la ley para
proteger y protegerse.