Después de leer las cifras de una encuesta realizada entre 9.276 escolares
por la Corporación Nuevos Rumbos sobre el consumo de alcohol, solo queda preguntar
qué explicación le cabe al hecho de que el país permita que niños colombianos
empiecen a beber desde los 10 años. Si con una edad de inicio de 12 años otro
estudio ubicaba, en el 2002, a Colombia como el país de América Latina en el
que la gente comenzaba a tomar licor más joven, qué puede decirse ahora a la
luz de estos datos alarmantes, que son el reflejo de los inmensos vacíos que
hay en materia de prevención y educación frente a este tema.
Los hacedores de política, y quienes la traducen en líneas de acción,
deberían tener en cuenta que el consumo de alcohol es un claro predictor de futuros abusos y dependencia, no solo con
respecto al licor, sino a otras sustancias. Probado está que el 40 por ciento
de las personas que empiezan a ‘beber trago’ antes de cumplir los 15 años serán
adictas al alcohol en algún momento de su vida. Es más, tienen el doble de
probabilidades de convertirse en alcohólicas en la adultez.
Como su sistema nervioso está en pleno desarrollo, el contacto temprano de
los adolescentes con la bebida los expone a daños orgánicos severos, que les
generan, en forma paralela, un sinnúmero de complicaciones que no pueden
controlar, como la depresión, la ansiedad, las dificultades de aprendizaje, el
abandono escolar, el aislamiento y los rasgos antisociales.
Capítulo aparte merecen los hallazgos del estudio en lo relacionado con la
responsabilidad que tiene la familia en este asunto: algo más de la mitad de
los encuestados dijo que toma trago en compañía de sus padres o de otros
parientes. Esto evidencia la baja influencia normativa de los papás en sus
hijos. Tales resultados invitan a revisar la generalizada idea de la
conveniencia de incentivar el consumo dentro del hogar, “porque es mejor que
aprendan a beber en casa”.
El problema es más grave de lo que parece, porque trasciende el ámbito del
hogar y permea otros espacios, como los propios
colegios. Valga anotar que un 15 por ciento de los jóvenes dijeron beber dentro
de las instalaciones escolares y el 12 por ciento aseguró haber peleado en las
aulas de clase bajo los efectos del alcohol. Aunque puede reclamarse
corresponsabilidad de los centros educativos, es clarísimo que la autoridad de
los docentes se desdibuja por completo ante las actitudes permisivas de toda la
sociedad frente al alcohol. Si este es el panorama que se vive en hogares y
escuelas, ¿qué se puede esperar de quienes les venden trago, haciendo caso
omiso de las normas? Siete de cada diez estudiantes dijeron que es fácil o muy
fácil surtirse de licores en tiendas, licorerías y supermercados, pese a que
hay reglamentaciones explícitas sobre la prohibición de venta a menores de
edad.
Si estos resultados se comparan con los de estudios anteriores, se ve con
claridad que la situación ha empeorado. Lo triste es que si hace años ya se
vislumbraba una marcada tendencia hacia un mayor consumo entre los jóvenes,
¿por qué no se diseñaron planes de acción específicos para contenerla? Aunque
la responsabilidad por lo que está ocurriendo con el alcohol debe ser asumida
por la sociedad entera, no cabe duda de que las políticas dirigidas a buscar
soluciones urgentes deben estar lideradas por instancias específicas. Los
ministerios de la Protección Social y de Educación son los llamados a
encabezar, de manera conjunta, esa tarea y sacar de los anaqueles las olvidadas
políticas públicas para jóvenes. La forma en que piensen hacerlo debe ser
expuesta con claridad al país en un plan integral que demuestre que los
problemas reales de los menores de 18 años sí tienen dolientes. El reto es que este
no naufrague en discusiones presupuestales, ni en
líos de competencias, como ya ocurrió, en forma lamentable, con otro tema que
también afecta a esta población: la salud sexual y reproductiva