JUAN CARLOS DÍAZ M.
Corresponsal de EL TIEMPO CARTAGENA Más de 15 tutelas, 28 derechos de petición,
ires y venires en juzgados
y tribunales y una coraza de amor paternal para soportar el rechazo de la
mayoría de familiares y amigos es el resumen de los últimos 14 años de la vida
de Héctor Rodríguez Novoa, un ex agente de Policía Judicial.
En este tiempo se ha convertido, a la fuerza y sin haber cursado ni un año
de derecho, en abogado de su propia causa. Aprender códigos y leyes, redactar
escritos, ponencias y peticiones y, sobre todo, conocer la palabra
perseverancia.
El 24 de mayo de 1994, su hijo Gabriel Enrique Rodríguez, que no había
cumplido los 2 años, fue internado en la clínica de la Policía en Barranquilla,
afectado por una gastroenteritis.
Al quinto día de estar allí, según el testimonio de Rodríguez, un médico de
la Policía, decidió inyectarle, vía intravenosa, un antibiótico llamado Amikacina, que, en lugar de bajarle la alta fiebre, le
produjo daños irreversibles, y estuvo a punto de causarle la muerte. “Lo puso
vía intravenosa y no intramuscular, y tampoco tuvo en cuenta el peso del niño
para las tres dosis que recetó”, señala.
A las pocas horas de este procedimiento, el niño empeoró a tal estado que la
única opción para salvarle la vida fue enviarlo, en un avión de la institución,
de urgencia al hospital de la Policía en Bogotá.
Estuvo allí 7 meses, entre la vida y la muerte. Cuando le notificaron que su
hijo estaba a punto de perder los riñones, entró en cólera y lo sacó.
“Tuve que hacer un escándalo para que me lo dejaran llevar a la Fundación
Santa Fe. Si no lo hubiera hecho, mi hijo estaría muerto”, cuenta.
Pero el calvario para el entonces escolta del ministro de Hacienda,
Guillermo Perry, empezaba. Durante el periodo que
estuvo recluido en la clínica los médicos detectaron que el niño tenía las
células auditivas deterioradas y que presentaba una hipoacusia
neurosensorial bilateral profunda. Estaba sordo.
Ahí empezó una batalla contra la Policía, institución en la que había
trabajado siete años, para que le reconocieran un implante interno coclear que
permitiera al menor escuchar por un oído.
Tocó puertas en consultorios jurídicos para defenderse legalmente, pero
todos temían ‘enfrentarse con la Policía’.
“Me tocó ‘apuñalarme’ en temas jurídicos y médicos y me hice aliado de las
tutelas, en vista de que en la Policía no atendían de forma completa al niño”.
El 22 de octubre de 1995, el agente ganó una tutela que ordenaba que le
pusieran el implante. Pero al mismo tiempo recibió una carta de la dirección de
la Policía en la que lo notificaban que, por discrecionalidad, prescindían de sus
servicios.
El mundo le cayó encima. Se sentó en el borde de la cama de su hijo y
recapituló los años de servicio que prestó, sin llamados de atención:
integrante del Bloque de Búsqueda, escolta de varios ministros, miembro del
servicio de inteligencia en Urabá que alguna vez se
infiltró en el ELN, y especialista en inteligencia.
Sin trabajo, y con el niño discapacitado, la lucha era para que le hicieran
el tratamiento de rehabilitación y para que la Policía reconociera el error
médico, pero allí también la confusión ha sido la reina.
Hijo del Policía ya puede oír A comienzos del año pasado, ya la vida útil
del implante coclear que le pusieron en el 2005 llegó a su fin.
Al quedar inutilizado el aparato que le servía para oír, Gabriel, hoy con 15
años, perdió el contacto de nuevo con el mundo sonoro, y esto le costó que en
el 2008 no terminará con éxito el sexto año escolar.
“Se desempeña como un niño normal, pero necesita siempre de alguien para
hacerse entender”, dice el papá.
De nuevo el ex Policía inició un proceso legal y le dieron la razón. El
Tribunal Administrativo de Bolívar ordenó, el 28 de noviembre de 2008, a la
dirección de Sanidad de la Policía Nacional practicar todos los procedimientos
necesarios para la intervención quirúrgica del menor y efectuar el cambio de un
nuevo implante coclear.
El pasado 26 de febrero, Gabriel Rodríguez fue intervenido quirúrgicamente
en el hospital de la Policía, en Bogotá, para la implantación del pequeño
aparato, que cuesta 30 millones de pesos. La operación fue un éxito y ahora
puede escuchar con el implante.
Ahora Rodríguez está a la espera de que el Consejo de Estado ratifique el
fallo de primera instancia que ordena una reparación directa de la Policía por
los perjuicios causados en estos 14 años, y ya prepara baterías jurídicas para
conseguir que el tratamiento de rehabilitación de su hijo lo cumplan al pie de
la letra.
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