La plaga de la
intolerancia
Por Jorge Enrique Rojas, reportero de El País
Lo que antes era considerado un
asunto menor, se convirtió en un problema que acosa a la ciudad: la
intransigencia también mata. Crónica de casos inverosímiles.
De
acuerdo con especialistas, esa manera bárbara de resolver los conflictos es una
de las herencias del narcotráfico.
No pudo soportar que le sirviera la comida fría. Entonces le clavó el tenedor
en un costado del dorso y le dio tantas patadas en el resto del cuerpo que la
esposa cayó tendida, inconsciente y sangrante, como un novillo incapaz de
recibir más castigo en esa faena repetida una y otra vez. Los vecinos tuvieron
que llamar a la Policía.
Aquella noche, mientras un oficial le esposaba las manos, el tipo dijo que las
"hembras" estaban hechas para servir y que la golpiza que le había
dado a la suya se la había ganado por estar trabajando, haber llegado tarde a
casa y no entender que un macho como él no tenía por qué aguantar ese tipo de
descuidos. Pudo decir las señoras, las esposas, las chicas, pero no: dijo
"las hembras", como si no resistiera que las mujeres hubieran dejado
de ser un apéndice de hombres brutos que, como él, aún piensan que sus parejas
provienen de alguna de sus costillas. El tenedor ensartado allí, seguramente,
no fue gratuito.
Los dedos de la mano izquierda de Miguel ahora se ven como un puñado de salchichas
quemadas y retorcidas. Su pecado, cuenta levantando aquella extremidad en un
gesto lento y tormentoso, fue haber accionado la bocina de su auto en medio de
un semáforo en amarillo. Delante suyo, cómo advinarlo, el hijo de un
narcotraficante viajaba en una camioneta de latas blindadas y vidrios
polarizados. Y ese día se había levantado con resaca.
Así que el orangután se bajó y mientras apuntaba un revólver a la cabeza de
Miguel, le abrió el auto, lo obligó a extender la mano en el marco de la puerta
y entonces se la estrelló contra los dedos hasta convertir sus huesos en polvo
y la carne en gelatina. Antes de irse, ante la mirada ciega de la gente que
observó sin ver y escuchó sin oir, la bestia del revólver hizo una advertencia
que, un año después, todavía tiene a Miguel temeroso de montarse a un carro:
“güevón, a un traqueto nunca se le pita”.
Todo ocurrió por una apuesta de fútbol. El partido iba empatado a tres y en el
último minuto un balón caprichoso pegó en el palo de arriba, tocó la raya y salió
al tiro de esquina. O eso al menos es lo que dicen los del equipo de Rubencho.
Porque quienes jugaban del lado de Danilson aseguran que esa pelota entró, que
no tenía cómo salirse, que por Dios que fue gol y que ellos no eran ningunos
bobos “pa’ dejarse robar”.
Y por eso, se excusan en un intento frustrado por gambetear su falta, fue que
sacaron chuzos y puñales y hubo sangre y cortadas y, al final, ya nadie contó
los goles sino los heridos y el número de perforaciones que uno y otro tenía en
la piel y los taxis escasos para ir al hospital y los dos que se morían
asfixiados por su propia sangre. Hace apenas unos meses que Danilson salió de
la cárcel. Purgó una pena por homicidio y ya no juega fútbol. Una de sus
piernas fue atravesada tantas veces por los cuchillos de los integrantes del
equipo contrario, que hoy no es más que un estorbo negro y flaco que él
arrastra a destiempo. Dice que aquella noche pateó su destino para siempre. “Y
todo por una canasta de cerveza”.
Un vagón de muertos
Aunque parezcan escenas rebuscadas de un cuento trágico, aunque todo suene
absurdo e ilógico, lamentablemente no lo es. Las historias de tozudez e
intransigencia en Cali se repiten aquí y allá. Basta preguntar en la esquina o
en la tienda o al vecino o al conductor del taxi. Quién lo creyera: para hallar
casos de intolerancia en esta supuesta capital de la alegría a la que llaman
Sucursal del Cielo, no se necesita de la ayuda divina.
La semana pasada, el comandante de la Policía Metropolitana, general Gustavo
Ricaurte, dijo que la gente se había vuelto intolerante incluso con las
autoridades y que eso se reflejaba en una cifra que bordea en la alarma: el 80%
de los 697 homicidios registrados en lo corrido del año están relacionados con
venganzas y retaliaciones. Ojo: el oficial no habló de crímenes selectivos, ni
de atracos, ni de balas perdidas. Y ahí es donde radica la gravedad del asunto;
porque eso, lo que significa en el fondo, es que la gente se está matando por
motivos tan inverosímiles como una deuda de veinte mil pesos o un saludo negado
o un plato de comida fría. ¿De dónde proviene esa manera perversa de resolver
los conflictos?
Darío Casas, sociólogo de la Universidad Nacional, afirma que las razones son
varias y antiguas, pero hay una en especial en la historia reciente de la
ciudad que explica varias cosas: “La estela del narcotráfico dejó marcada en la
gente un método retorcido para arreglarlo todo que, con el tiempo y sus
reiteraciones, se fue legitimando como si se tratara de lo correcto. Tomar la
justicia por las manos, poco a poco, dejó de ser mal visto y se convirtió en
una práctica común”.
La teoría no parece errada. De acuerdo con cifras de la Sijín, sólo hasta mayo,
en las calles de Cali se contabilizaron 228 agresiones simples y 222 riñas;
algo así como una pelea por cada cien habitantes. Y eso, claro, sin tener en
cuenta las que no se han denunciado y que según cálculos extraoficiales,
triplicarían los casos.
Porque hay cosas que se saben y otras que no. Hace dos años y medio se supo,
por ejemplo, del caso del hombre al que le dispararon en la unidad residencial
Altos de Pinares por haber discutido por una silla en la piscina; y en
diciembre se supo del policía que fue asesinado por un borracho al que sólo le
había pedido que se identificara.
Pero hay otras que nunca llegan a conocerse. O que se olvidan fácilmente. Como
pasó hace dos años con Daniela, a quien sólo podían reconocerle los ojos cuando
llegó a la sala de Traumas del Hospital Universitario del Valle. Una de las
trabajadoras sociales que la atendió, cuenta que el resto de su cara era una
masa sangrante, convertida por su propia madre en una radiografía de la
intransigencia: la niña había sido quemada con una plancha en los cachetes, los
labios, la frente, la lengua, la nariz; y su cabello había sido arrancado como
si tan sólo se tratara de una muñeca. Casi lo era: Daniela apenas tenía 4 años.
La especialista cuenta que la madre, furiosa por una traición de su esposo, la
había emprendido con la pequeña pues aseguraba que era la única forma de que él
sintiera “en carne viva” el dolor de su corazón destrozado.
Los casos más crueles no siempre tienen que ver con eso que llaman amor. Los
trabajadores sociales del hospital, esos valientes que dedican su tiempo a
aliviar el dolor de los otros sin necesidad de usar medicamentos, cuentan de
abuelas violadas por no haber entregado parte de la pensión a sus hijos, de
ancianos golpeados por no poder escuchar la televisión con menos volumen, de
mujeres maltratadas por planchar mal una camisa, de chicos baleados por haber
rayado un carro con el manubrio de sus bicicletas, de homosexuales atropellados
por alguien al que le pareció divertido, vea usted qué hombría, observarlos
volando en el aire.
El drama, hace poco considerado un asunto menor, se transformó en un tema tan
serio que en el reporte diario de criminalidad de las autoridades ya hay un
renglón especial para medirlo: el año pasado, 164 personas, algo así como la
mitad de los pasajeros que cabrían en un bus del MÍO con el cupo completo, murieron
en hechos violentos relacionados con acciones derivadas de la intolerancia.
¿Hay manera de vacunarse contra esa plaga? Hay quienes creen que sí: para
sobrellevar, resistir, soportar, admitir, aguantar, aceptar, consentir,
comprender, concertar, amar, sólo se necesita algo escaso, pero aún posible de
encontrar en ciudades revueltas como ésta: voluntad.
· "No estamos
condenados. Tenemos una tradición de la exclusión, pero también de la apertura.
Nos faltan mejores instituciones". Enrique Rodríguez, jefe de Estudios
Sociales del Icesi.
· "No es una
ciudad intolerante, hay situaciones específicas y estamos trabajando en ello,
en la resolución de nuestros conflictos". Eliana Salamanca, secretaria de
Gobierno de Cali.
· Más que
intolerante, Cali es agresiva y eso, creo, es igual o peor de grave. Uno lo
percibe en la calle, ve a la gente siempre prevenida”. Roberto Díaz, Comuna 19.
· 85 por ciento de
los asesinatos cometidos en Cali se ejecutan con armas de fuego.
· 200 mil armas,
entre legales e ilegales, estiman las autoridades que circulan en las calles.
· 2 mil quinientas
noventa y tres armas se incautaron en el año 2007.
· La Policía realiza, en promedio, entre 20 y 30 capturas diarias. El 30% tiene que ver con hechos de intolerancia en la ciudad.