Las Parteras Que Alumbran El Chocó

 

La bebé sin nombre nació ahogada. Las tres negras: madre, abuela y bisabuela están quietas como estatuas de azúcar y agua, desmoronándose por dentro.

 

Pacha Pasmo sigue firme. Es la partera y no puede derretirse aunque un brillo en sus ojos revela miedo y rabia.

 

Uno, dos, tres, cuatro. Pacha agarra de las piernas a la bebé sin nombre y le da fuertes palmadas sobre la planta de sus pies diminutos.

 

Uno, dos, tres. La niña no reacciona, no llora. Es como un pequeño pollo blanco desmadejado, con su cabeza caída a un costado.

 

Nadie habla; solo suena una canción de Antonio Aguilar y las tablas de la casa chocoana crujen como siempre.

 

Ya no sirven las palmadas. Pacha corre a la cocina, pide agua, busca alcohol. Unta un trapo blanco.

 

“A la mamá, háganle masaje en los pechos”, ordena. La bisabuela despierta de su letargo y ayuda a Karen a no perder a su primera bebé.

 

Una vecina que se enteró de las complicaciones llega corriendo. Trae una rama de cilantro y la entrega a la partera.

 

Es la última opción: el cilantro les pica a los bebés y los hace reaccionar, dicen. Sin cesárea, sin médicos y en una casa, la suerte está echada. Como miles de personas que habitan en el Pacífico y en el Chocó, están a merced de la pericia de una partera.

 

Madres umbilicales Esto es Istmina, un municipio bañado por el río San Juan, en el Chocó, y este, un parto tradicional de partera. El 6.801 para Francisca Eulalia Córdoba Camacho conocida como Pacha Pasmo, una negra recia que hace 20 años llegó a este pueblo caro y bulloso a traer a la luz a muchos de los negritos que corretean y la saludan en cada esquina.

 

En regiones del país donde la vida pasa lenta a ritmo de caminata en la selva o de canoa en los ríos y, un médico representa la modernidad que tienen lejos, estas comadronas son la única forma de traer la vida. No se sabe cuántas hay pero sí que son miles y ‘reciben’niños en los lugares más recónditos cada día. Brasil, México y África comparten esta tradición que también llaman el oficio más viejo del mundo.

 

La familia de Karen, aunque tiene un hospital cerca, es de las que prefiere a estas madres umbilicales. Hace un día fueron a buscar a Pacha a su casa inconfundible en el barrio El Camellón donde una cartelera en la puerta revela la intensidad del trabajo y el carácter de la partera: Léame y evítese inconvenientes. Se atienden partos pero no se fía.

 

Acompañada de su mamá y de Silvio, el padre del bebé que espera, Karen quiere saber a qué hora se acabará esto. Se ve agotada y habla entre dientes, tal vez guardando fuerzas para lo que tendrá que gritar mañana.

 

Silvio, nervioso, se sienta en la sala de la casa pero se tranquiliza al conversar con Plutarco, el esposo de la partera, experto en las 29 hierbas del pasmo, la bebida que hace su mujer para las parturientas, y que le dan el apodo y la fama.

 

Pacha termina de palparla y sentencia: “Váyase. Ese muchacho no nace en la madrugada. Después de las 8 a.m”.

 

El preludio de este parto es un fuerte aguacero y un rumor de muerte. Unas mellizas no alcanzaron a ver la vida en el hospital. Habrá chigualo, un ritual, en el que abuelos cantan para que los bebés muertos suban al cielo.

 

Habrá viche, la bebida de caña con la que se emborrachan los viejos para superar dolores arrechos, como este; y vecinos, que balancearán la caja de madera donde las mellizas van a ser sepultadas.

 

‘Ayyy tía, ayúdeme’ A pocas cuadras del cementerio está la vida. La que está por nacer. Karen comienza a gemir y a gritar cuando Pacha llega a la casa donde la muchacha negra tendrá a su primer negrito. La casa de la calle 12, una estructura empotrada en pilotes sobre un fango, con conexiones y cables a la vista, un televisor rojo y un reloj dorado, marcarán el comienzo de la bebé.

 

-Ayyy tía, tía, ayúdeme”, grita.

 

Pacha que es una partera moderna y, como muchas lo hacen ahora, usa guantes y suero, acomoda un plástico sobre una cama doble y acuesta a Karen que cada vez gime con mayor intensidad. Pide aceite de cocina y advierte que ya rompió fuente. “Cuidado, muchas parteras han quedado ciegas por ese líquido”.

 

El mundo de estas madrinas, como también las llaman, es de oraciones y bebidas secretas. Cuentan que aprendieron por el destino, por ayudar a una vecina o que les llegó como un don, revelado por sus abuelas, que les dieron las claves para adivinar el sexo de los bebés, arreglarles la posición cuando vienen atravesados o salvarles la vida cuando están casi muertos.

 

Como un acuerdo tácito, no hablan de las mujeres que murieron en sus manos y, menos, de los defectos de los bebés.

 

- Puje Karen. Hágale, No me haga la fuerza en la garganta, sigue gritando Pacha.

 

Un parto musical La emisora Brisas del San Juan pasa su tanda de reguetón y rancheras. Un vecino canta en el baño y otro da martillazos en la casa contigua. En la calle llaman a un tal Santiago y a Karen le corre una lágrima de sudor. Con un trapo en la boca, probablemente piensa en Silvio, que trabaja en una mina, y que ojalá encuentre oro porque tendrá que mantener a dos: a la hija de Karen y a la de otra mujer a la que dejó embarazada.

 

Han pasado dos horas y no logra tener a su bebé. En la leyenda de otras parteras se diría que está tramada, cerrada, que la contraria, o la otra mujer del esposo, le mandó brujería. Las más viejas dicen que hay que tener la ropa al derecho y verificar que no haya cucharones dentro de las ollas, ni candados cerrados, y hacerle un rezo secreto. Pacha ya no cree en eso.

 

Prefiere darle agua y poner de pie a la parturienta a ver si la gravedad le ayuda.

 

El sopor se toma la habitación y la partera está agotada. El ruido de su celular, un porro colombiano, interrumpe, y hace más musical este parto casero. También se oye por octava vez un gallo y se entiende por qué un niño chocoano se mueve como si alguien le hubiera enseñado a bailar. Simplemente, nace en medio de la música.

 

- Ay dios mío, grita Karen. “Sonaron cuatro balazos”, canta Antonio Aguilar.

 

“Cuando venga bótelo, bótelo que si no lo hace lo va a ahogar”, ordena Pacha.

 

Karen saca fuerzas del trapo y hace que la bebé se deslice por fin sobre la cama. Nació blanca, aunque según la partera se volverá negrita en quince días, y llegó al mundo peleando por vivir.

 

La niña está en plena batalla y en las manos grandes de la partera. Después de tres minutos eternos, de cilantro, palmadas e intentos, emite un hilo de respiro y, como lo había dicho Aguilar en su canción, se salvó de la muerte “todavía no te tocaba”.

 

Lloró por fin, y fue llanto feliz. Pero minutos más tarde, quedó claro que esta bebé, que sigue sin tener nombre, nació para sobrevivir. Un estruendo seco acabó con las risas. Las tablas podridas de la casa donde nació la niña cedieron y parte trasera de la vivienda fue a dar al fango.

 

La habitación de la recién nacida quedó en pie; todos respiraron aliviados.

 

Casi se vuelve a ir. Pero se salvó otra vez de la muerte: todavía no le tocaba