“A 180 el tapabocas, dos por 300; a 5.000 los paraguas y, por la compra del
combo, lleve Kleenex gratis”, vocea un vendedor.
“Disminuya el contacto con personas que tengan enfermedad respiratoria”, leo en
un papel por la calle, mientras pienso en un ser querido que tuvo neumonía y
necesitó mis abrazos. “No dar la mano a personas con el virus”: ¿qué significa
exactamente? Si un enfermo me pide que le dé una mano, como suele decirse,
¿debo ofrecerle mi codo, o quitar la otra mejilla, o llamar al 123? Conserve su
distancia: manténgase a 1 metro con 80 del prójimo y absténgase de los besos;
mejor salude con venia. Ojo con los niños, especialmente si hay más de dos
juntos: por algo los llaman mocosos. Mocosos, babosos, ¿leprosos? ¿En dónde
trazar esa línea que separa la prevención de la paranoia, la salud de la
enfermedad, la asepsia de la compasión?
El problema es que ahora nadie puede saberlo y nadie se lo dirá a ciencia
cierta. El problema es que la ciencia está a la expectativa, viviendo del día a
día, sin saber qué tan leve o grave será, como sucede cuando la humanidad
tropieza con “esos imprevistos” que socavan sus certezas. Que antes se llamara
peste y se interpretara como castigo divino a la arrogancia del hombre y ahora
se llame virus es apenas un detalle. Si hace unas décadas oímos mencionar
“sida” en una comunidad de haitianos, ahora una gripa –en apariencia, la más
común y corriente de las enfermedades– nos ha convertido a todos en población
vulnerable y sospechosa. Rebautizada con la nomenclatura neutra de AH1N1, para
no afectar más ventas porcinas ni estigmatizar nacionalidades, la última peste
humana se contagia a través del aire, por la tos o el estornudo, o por contacto
directo. Ya no basta la abstinencia, salvo abstenerse de gente, ni hay moral
que nos ampare. Y pasarán unos meses hasta tener la vacuna.
Lo que perturba más que la misma gripa es esta pandemia del miedo que ha
disparado la amenaza de enfermar o de morir a límites insospechados y parece
resquebrajar también las relaciones humanas. Aunque las probabilidades de
muerte, no solo a causa de gripa sino a causa de estar vivos, sean del ciento
por ciento y hasta ahora no haya evidencia estadística diferente en ningún
lugar del mundo, el viejo miedo a la muerte, que parecía confinado al silencio
del hospital y a nuestras habitaciones privadas, ha saltado como otro virus
para revelarnos una radiografía inquietante del mundo contemporáneo. “Temerosos
de ser tomados por sorpresa, planificamos nuestra paternidad… y los funerales
de nuestros padres, convencidos de que podemos pre-sentir
los sentimientos”, releo en El enterrador, un libro sobre la vida y la muerte,
escrito por el poeta y empresario de pompas fúnebres Thomas Lynch.
En este mundo tecnificado, dice Lynch, creemos que
“todo funciona mejor, incluso la gente”. Eso que él llama “la religión del
bienestar”, y que nos ordena ser felices y exitosos, hacer ejercicio, controlar
calorías y velar por nuestra autoestima, nos ha vuelto incapaces para lidiar
con el sufrimiento, con la imperfección y con el dolor, inherentes a nuestra
condición humana.
Sin embargo, de repente, un ¡atchís! interrumpe el
eficaz funcionamiento de la maquinaria y, además de estar en quiebra, el mundo
amanece enfermo. Y la señal más preocupante de su enfermedad es que la
avalancha de noticias acerca del virus contrasta con la carencia de noticias
sobre las personas que lo padecen ¿Quién las cuida, en dónde están, cómo las
acompañamos? Además de las estadísticas, ¿podrían decirnos sus nombres? “Mente
sana en cuerpo sano”, recuerdo una máxima de mi infancia, mientras juego con
los niños del jardín donde trabajo. Pese a que les hemos contado, en un
lenguaje sencillo, cómo debemos cuidarnos, a veces se les olvida. Uno me ofrece
un maní; otra me llena de besos y otro chiquitín llora. ¿Debo arrullarlo en mis
brazos o, simplemente, lanzarle un pañuelo desechable, a una prudente
distancia? ¿Cuál es la justa distancia entre cuidar y querer? ¿Qué dice la OMS
al respecto? ¿De qué vale salvar cuerpos, si perdemos la capacidad de ver lo
que circula por dentro, y sentir junto a los otros?