Durante
milenios pululó en las charcas silvestres de Costa Rica un simpático batracio
conocido como el sapo dorado. Era característico el frenesí amoroso que lo
acometía en mayo, cuando miles de sapos y sapas dejaban en ciertos pantanos sus
huevos fertilizados, de los que luego saldrían entusiastas muchedumbres de
renacuajos. Hace un tiempo, la especialista en batracios Marty
Crump observó que, a medida que aumentaba el calor en
la selva, disminuía el número de sapos de ambos sexos que acudían al rito
anual. En 1987 eran solo 29, cuyos 43.500 huevos fueron incapaces de generar
nuevas vidas. En 1988 llegó tan solo un macho. Al año siguiente regresó aquel
macho solitario, viejo y estéril. Pero no volvió nunca más.
El viernes se cumplirán 20 años de la última vez que fue visto un sapo
dorado. En el 2004, la Unión Internacional para la Conservación de la
Naturaleza lo declaró oficialmente extinguido. La fecha aparece señalada de
manera nítida y fatal en los almanaques científicos porque corresponde a la
primera especie zoológica que se extingue por el calentamiento del planeta.
Desde entonces han desaparecido varias más, pero este sapo equivale a aquel
canario cuya muerte en la jaula anunciaba a los mineros la presencia de gases
letales.
El pequeño batracio anuncia que empezó la extinción de las especies vivas a
causa del aumento de temperaturas generadas por gases carbónicos de automotores
y plantas de carbón. En los últimos días, la alarma de una gripa apocalíptica
ha sacudido al mundo. Si supiéramos lo que nos espera con el calentamiento
global, la pandemia nos parecería, literalmente, moco de pavo. Así lo demuestra
el libro que ganó el año pasado el premio de ciencias de la Royal Society británica. Se titula (en inglés) Seis grados:
nuestro futuro en un planeta más caliente, y su autor, Mark
Lynas, advierte en él sobre la catástrofe planetaria
que se avecina en un plazo de pocas décadas si no disminuimos al mínimo el uso
de hidrocarburos y carbones como fuentes de energía.
Lynas recorrió numerosos laboratorios del mundo,
donde los científicos, apoyados en refinados programas de computador, realizan
proyecciones sobre la manera como el calentamiento afectará diversos aspectos
de la naturaleza. Los resultados anticipan los efectos que surgirán con cada
grado centígrado que suba el termómetro. El panorama, según comentó el Sunday Times, "es aterrador". Por lo pronto, la
ciencia advierte que los gases permanecen en la atmósfera durante cientos de
años, de modo que, por ejemplo, allí arriba flotan, ayudando a formar el horno
planetario, los humos de todos los trenes de carbón que trepidaban en los
siglos XIX y XX y los que expulsaron las chimeneas del Titanic
en 1912.
El calentamiento promedio del planeta se acerca a un grado, aunque en
ciertas partes -los polos, por ejemplo- ha subido más. Al llegar a dos grados
sufrirán daños irreparables muchas especies, aumentarán deshielos, huracanes,
diluvios y sequías. A partir de tres se desatará una reacción en cadena cuyo
resultado casi inevitable será un remezón geológico, producto del calentamiento
marino, que liberará del lecho oceánico una explosión de hidratos de metano
diez mil veces superior al arsenal nuclear mundial. Ya la Tierra conoce este
fenómeno, pues hace 251 millones de años el llamado PETM (Máximo Termal del Palaoceno-Eoceno) borró el 95 por ciento de la vida en el
planeta durante 10 millones de años.
La anterior es apenas una archisíntesis de lo que
nos espera a menos que a partir del 2015 las emisiones de gases carbónicos
empiecen a descender y en el 2050 se hayan reducido en un 85 por ciento. De lo
contrario, nuestros tataranietos compartirán la suerte del sapo dorado de Costa
Rica. Conociendo la vocación suicida del hombre, será, quizás, el desenlace más
probable.
cambalache@mail.ddnet.es