20 Mayo
Por María Carolina Sánchez Thorín / Sicóloga especialista en primera infancia
El maltrato infantil ha sido un tema de controversia e indiscutible trascendencia en las últimas décadas. A veces, ante la carencia de herramientas, los padres creemos que educar a nuestros hijos implica corregirlos de forma violenta y, sin saberlo, ejercemos el maltrato.
Cuando reaccionamos con agresión ante un niño, le estamos validando la misma como forma comunicativa y, sobre todo, le estamos obstruyendo el camino a la reflexión y al pensamiento.
En muchas ocasiones, padres, maestros y educadores confieren como instrumentos efectivos de la guía a los niños la invalidación de sus opiniones o experiencias subjetivas, las amenazas, las críticas improductivas, la incitación de la vergüenza, el rechazo, el descuido, la presión por el éxito, el castigo físico (por más leve que sea), e inclusive la falta de límites y normas.
El maltrato es un espectro muy amplio en el cual podemos caer sin darnos cuenta. Una palmada en la mano, un grito fuera de control, una amenaza, un encierro o un baño de agua fría enseña a los niños desde muy pequeños a obedecer ante el miedo, en vez de enseñarles a diferenciar lo que está bien y lo que no.
El maltrato solo deja en los pequeños la imposibilidad de enfrentar sus sentimientos, su rabia o su frustración. Representa el abuso del poder de los padres o educadores. Por esta razón, el Código de la Infancia y la Adolescencia surge para proteger a nuestros niños y para guiarnos en la odisea de ser padres. También, para asegurar que todos tenemos la responsabilidad de prevenir y promover el derecho básico de los niños: su autoestima y su integridad como seres humanos.