En estado de coma

A finales de noviembre, y durante la más reciente cumbre de gobernadores, el Presidente de la República sorprendió a su auditorio con el anuncio de que el Ejecutivo se encontraba a punto de declarar la Emergencia Social, prevista en el artículo 215 de la Constitución Política. Según el Mandatario, el deterioro de las finanzas del sector de la salud había empezado a golpear las cuentas de los departamentos, con lo cual era necesario subir los tributos que pagan los consumidores de cerveza, vino y cigarrillos.

Sin embargo, transcurridas más de tres semanas desde la noticia original, no se ha producido la anunciada cascada de normas. Eso no quiere decir que la idea haya sido desechada, pues tanto la Casa de Nariño como el Ministerio de Hacienda han reiterado que la Emergencia está en camino. Hay que recordar que dicho mecanismo permite la expedición de decretos con fuerza de ley, si bien su utilización debe ser examinada por la Corte Constitucional en los meses siguientes de su promulgación.

Para quienes saben de estos temas, el lapso transcurrido entre la declaración presidencial y la oficialización de las decisiones tiene una explicación. Todo indica que los técnicos que llevan trabajando largas jornadas han encontrado un panorama mucho más preocupante del que se creía inicialmente. Tanto los desequilibrios inherentes al régimen que está en vigencia, como una creciente corrupción, han llevado a que el sector de la salud se encuentre, por más irónico que suene, en cuidados intensivos, aunque no falta quien afirme que ya se halla en estado de coma. De tal manera, el problema principal no es de recursos, pues de nada sirve una transfusión temporal si la hemorragia sigue y el paciente continúa desangrándose.

Esa analogía sirve para describir la situación de un sistema que tiene su origen en la Ley 100 de 1993, cuyo ponente más destacado fue el entonces senador Álvaro Uribe Vélez. En ese momento se crearon dos regímenes condicionados a la capacidad de pago de las personas. Uno fue el contributivo, en el cual los ciudadanos pagan una suma mensual para garantizar la prestación de unos servicios determinados previamente. El otro fue el subsidiado, destinado a la población de menores recursos y soportado financieramente tanto por los usuarios del primer grupo como por el Estado. Para cada uno se definió un plan obligatorio en salud (POS), orientado a definir las coberturas, como es normal en el mundo de los seguros. Por otra parte, se aceptó que los no afiliados a ninguno de los dos esquemas descritos serían atendidos por la red pública de hospitales.

La nueva estructura permitió un aumento notable en la cobertura. En cifras gruesas, si hace 15 años uno de cada cinco colombianos tenía acceso a los servicios de salud, esa proporción hoy en día asciende a nueve de cada diez. Debido a ello, la esperanza de vida de la población ha aumentado significativamente, como consecuencia de menores tasas de mortalidad y mejora en la atención en todos los niveles.

No obstante, dicho progreso ha venido acompañado de grandes tensiones financieras. La causa principal es que el esfuerzo original estaba basado en que por cada dos afiliados al régimen contributivo hubiera uno vinculado al subsidiado. Pero dada la informalidad que existe en el país, la proporción es de 45 y 55 por ciento, respectivamente. Eso, en términos prácticos, implica que las arcas públicas tengan que hacer un esfuerzo mucho mayor del previsto, pues el sistema dista de ser autosostenible.

Como si lo anterior fuera poco, una sentencia de la Corte Constitucional conceptuó a mediados del año pasado que no deberían existir diferencias entre los POS. En su determinación, el alto tribunal le dio al Gobierno -cuya incapacidad para tomar correctivos ha sido notoria- un tiempo prudencial para poner en orden las cosas y tomar decisiones orientadas a que fueran identificados los tratamientos y procedimientos cubiertos.

Lamentablemente, la incertidumbre que creó la nueva jurisprudencia permitió el agravamiento de situaciones que venían de atrás. El caso más evidente fue el de las tutelas, un mecanismo legal usado por los ciudadanos para obtener servicios no contemplados en el POS. Además, los recobros al fondo de solidaridad del sector también subieron, ante la relajación de los criterios que le abrieron un boquete a la corrupción. Debido a ello, mientras en el 2006 se pagaron 304.141 millones de pesos por procedimientos no establecidos, dicha suma llegó a casi 1,3 billones en el 2008 y todo indica que la proyección de 1,7 billones hecha para el presente año será superada con creces.

Ese disparo en los pagos no solamente implica la quiebra del sistema, sino el robo descarado de los recursos públicos por cuenta de verdaderas cadenas del crimen en las que participan médicos, jueces, abogados y entidades venales. Los ejemplos de abusos incluyen cirugías plásticas, métodos para retardar el envejecimiento o el uso en aumento de la equinoterapia, y muestran que la Emergencia Social está más que justificada. Pero esta debe orientarse a corregir de un tajo los excesos y garantizar la viabilidad financiera de la salud y no a aplicar paños de agua tibia. Lo que se necesita, entonces, es una cirugía mayor en la que primen los criterios técnicos sobre los políticos y no acaben pagando justos por pecadores.

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