Que
en pleno siglo XXI, como lo aseguró la FAO en días pasados, uno de cada seis
seres humanos vivan con hambre es un motivo para sentir vergüenza e
indignación, sobre todo cuando es sabido que Colombia -donde siguen muriendo
niños por desnutrición o por causas asociadas a ella- aporta a esa estadística.
Infortunadamente, hasta los voceros naturales de la infancia en Colombia
parecen ahora más dispuestos a centrar la discusión del problema en un asunto
de cifras sobre fallecimientos -que en este caso oscilan entre cientos, según
el Instituto de Bienestar Familiar, y miles, según la Unicef-,
en lugar de preocuparse por lo que es evidente.Hasta
hace no mucho, representantes de todos los estamentos sociales se rasgaban las
vestiduras ante las denuncias de la muerte de niños por hambre en el
empobrecido Chocó; el impacto real de los planes de choque de los que se habló
para hacerle frente a esta tragedia no lo conoce el país. De hecho, semejante
coyuntura ni siquiera ameritó que alguna autoridad se encargara entonces de
hacer un diagnóstico general sobre el tema.
Este hubiera sido la base para la elaboración de políticas serias y la
puesta en marcha de acciones urgentes, conducentes a evitar que los niños sigan
padeciendo por la falta de alimentos. Además, evitaría que se cayera en
diferencias estadísticas tan amplias. Hoy no es posible saber cuántos pequeños
pasan hambre junto con sus familias, de qué tamaño es la afectación en su
calidad de vida o cuántos años de vida saludables se pierden por culpa de la
desnutrición.
Basta decir que, de acuerdo con la Asociación Colombiana de Pediatría, este
problema de salud es responsable directo de la mitad de las enfermedades que
causan la muerte de menores de 5 años. Cifras que no se alejan mucho de las
conclusiones planteadas por la Encuesta Nacional de Situación Nutricional en
Colombia (Ensin, 2005), el estudio más completo hecho
hasta la fecha sobre nutrición en el país.
La encuesta encontró, por ejemplo, que el 40,8 por ciento de los 17.740
hogares estudiados presentan niveles de inseguridad alimentaria
de leves a severos. Eso quiere decir que, al ser encuestados, dijeron no tener
el dinero suficiente para garantizar la adecuada provisión de alimentos para
todos los miembros del hogar. Esta misma situación fue manifestada por seis de
cada diez familias de las áreas rurales. El hallazgo explicaría las
deficiencias nutricionales que, de acuerdo con la Ensin,
afectan a la primera infancia, sobre todo a los niños menores de 3 años.
En el país, 3 de cada 10 pequeños de 1 a 4 años de edad padecen anemia
(signo directo de desnutrición), lo mismo que el 38 por ciento de los niños
entre los 5 y los 12 años. El 33 por ciento de las mujeres en edad
reproductiva, y el 45 por ciento de las gestantes, también tienen deficiencias
de este tipo, lo cual influiría en el hecho de que el 53 por ciento de los
bebés de un año de nacidos también sean anémicos.
Valga decir que en poblaciones con hambre y enfermas el impacto de las
políticas dirigidas a ellas tiende a ser efímero. El desarrollo físico,
psíquico, intelectual, afectivo y emocional de los niños depende en buena
medida de que su organismo reciba una adecuada provisión de nutrientes.
Negarles esa posibilidad equivale no solo a exponerlos a padecer peores problemas
de salud, sino a someterlos a un desarrollo desigual que, en el futuro, se verá
reflejado en la imposibilidad de salir de su estado de pobreza.
Lejos de toda consideración y de discusiones inocuas, es evidente que el
país necesita con urgencia un plan serio, consistente y medible,
dirigido a brindar seguridad alimentaria a todos los
colombianos. De otro modo, es imposible hablar en serio de desarrollo.