Irreflexiones. Por: Óscar López Pulecio
Cuesta abajo
Octubre 17 de 2009
Las universidades
públicas colombianas, sin excepción, son organizaciones cuya dinámica de gastos
es mayor que su dinámica de ingresos. Es decir, desde el punto de vista
económico no son viables en el tiempo, a no ser que esa dinámica se equilibre,
lo cual es una clara responsabilidad del Estado. No se puede descargar del todo
esa responsabilidad en la generación de recursos propios en las mismas
universidades públicas, sin correr el riesgo de convertirlas en empresas de
servicios. Las grandes universidades públicas colombianas son las mejores del
país, precisamente por la complejidad de su organización académica e
investigativa, que implica profesores de tiempo completo, con títulos de
doctorado, en todas las áreas de las ciencias y de las artes, con instalaciones
adecuadas, laboratorios y tecnologías de punta. Todo ello de altos costos por
la creciente complejidad de los procesos educativos y administrativos.
Sin
embargo, en las universidades públicas colombianas no existe un adecuado
proceso de financiamiento estatal de esos factores. Los profesores no están
bien remunerados y las exigencias de la administración estatal se multiplican,
pero no se financian. Desde el año 1993 las universidades públicas colombianas
han venido creciendo en tamaño y sabiduría, como el Niño Dios, con la misma
ropita: los recursos que cada universidad tenía en ese año, ajustados según el
costo de vida, de acuerdo con la Ley 30 de 1992. Como consecuencia, en todas
ellas los recursos de funcionamiento son insuficientes, puesto que en quince
años han aumentado su cobertura, sus programas, su calidad académica y su
complejidad administrativa con recursos constantes que ya no estiran más.
La
Revolución Educativa, con mayúsculas, como se denomina la política oficial
sobre educación superior, ha estado muy concentrada en el aumento de cobertura.
Las universidades públicas han hecho un esfuerzo importante, pero el principal
responsable ha sido los estudios técnicos y tecnológicos, especialmente a
través del Sena y de los denominados Ceres, que llevan estos programas a zonas
marginales del país. Es decir, ha estado más orientada a financiar las
evidentes necesidades nacionales de técnicos y tecnólogos, estudios que se
clasifican como de educación superior, pero no a financiar las crecientes
necesidades de la educación universitaria profesional. Parecería que, en busca
de una mayor rentabilidad económica y social de la inversión en educación
superior, se privilegian las tecnologías sobre los estudios profesionales, que
algunos consideran costosos y de rentabilidad incierta.
El
otro extremo de la política oficial, que es el estímulo a los doctorados, la
tarea más costosa de todas, apenas sí cuenta con los recursos que Colciencias asigna a la investigación, a todas luces
insuficientes frente a las ambiciosas metas oficiales y frente a los esfuerzos
de las universidades públicas por fomentar los doctorados nacionales. Así las
cosas, resulta explicable que todos los rectores de universidades públicas
hayan pedido para el presupuesto del 2010 un reajuste adicional del 5,5% de la
base con que la Nación asigna sus presupuestos, como compensación por cargas
adicionales, para poder equilibrar sus gastos en el inmediato futuro. Y
resultaría inexplicable que ese reajuste no se conceda. Si es cierto que hay
que hacer una revolución educativa, con minúsculas, al menos debería hacerse
esa compensación, pues hoy a las universidades públicas, desde
el punto de vista financiero, sólo las mueve la inercia, cuesta abajo.