La vida, la muerte, el amor, la locura, el sexo, el dolor y en general los
fenómenos que estudia la medicina son los mismos temas que provocan a la poesía
y alimentan la paremiología.
El objeto de la medicina, desde sus orígenes, fue paliar el dolor y posponer
la muerte. El objeto de la poesía fue interpretar los sentimientos que producen
en el ser humano ese dolor y la posibilidad inminente de la muerte. La poesía
es el pensamiento divino hecho melodía humana, decía Barba Jacob. Y los poetas,
para el pintor Rojas Herazo, son los legisladores del mundo, quienes ordenan la
esencia y el rumbo de existir.
Los médicos son los poetas del cuerpo, los poetas son los médicos del alma.
¿Y que decir de la paremiología? Vale decir, ¿del refrán en medicina? Don
Juan Sorapán de Rieros, en el siglo XVII, redujo los preceptos de la medicina
española a proverbios vulgares “para el buen regimiento de la salud y más larga
vida”. Antes, Don Quijote de la Mancha había sentenciado: “Come poco y cena más
poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago”.
Desde entonces no hay campesino en ningún lugar del planeta que no tenga un
refrán para enseñarles a sus hijos el cuidado que deben observar para mantener
un buen estado: “Ni buen médico, ni buena caza, sino buena hogaza”. “Al que
bien come y mejor bebe, la muerte no se le atreve”.
“Con aceite de las luces no hay dolor que no se cure”. Son abundantes,
simples y muy aburridos la mayor parte de ellos.
La poesía, arte de los iluminados, permite con frecuencia expresar en verso
los acontecimientos importantes. Don Juan de Castellanos, siglo XVII,
navegante, soldado peregrino, cura, vicario, mayordomo y constructor de la
iglesia de Santiago de Tunja, dejó el más extenso poema de la lengua castellana
y uno de los más extensos de la literatura universal.
Antes de Don Juan de Castellanos, en el siglo XVI, pero en Verona (Italia),
el médico Jerónimo Fracastoro escribió uno de los poemas más notables del
renacimiento: “Syphilis, Sive de Morbo Gallico”.
De ahí salió el nombre de la sífilis, terrible enfermedad que la medicina no
pudo controlar por un período largo en el que muchos personajes de la época
sufrieron la dolencia. Se supone que la primera teoría racional de la
naturaleza de las infecciones se debe a Fracastoro. El poema está dedicado al
Cardenal Pietro Bembo, hombre culto, pero de vida desordenada y de mucha
influencia por su relación con Lucrecia Borgia, hija del Papa Alejandro VI, a
quién también los “confidenciales” de la época le atribuían el carácter de
sifilítico.
Capítulo aparte merece Don Francisco de Quevedo y Villegas, poeta, teólogo,
políglota y aventurero. Todo en él fue prematuro: su orfandad, su talento, su
grado de teólogo a los 20 años, sus aventuras amorosas, sus destierros y
encarcelamientos. La historia nos revela que conoció primero el deleite que el
amor. Sin embargo, es considerado casi un padre de la iglesia, de una profunda
concepción cristiana y de una expresión de lenguaje de formidable exuberancia.
Su trabajo literario está repleto de citas sobre los médicos, la medicina, la
salud, la enfermedad, el dolor, la vejez y la muerte. A los médicos les aplica
el veneno de su romance satírico: “... Pués me haceis casamentero/ Ángela de
Mondragón/ escuchad de vuestro esposo/ las grandezas y el valor/ Él es un
médico honrado/ por la gracia del Señor/ que tiene muy buenas letras/ en el
cambio y el bolsón/ Quién os lo pintó cobarde/ no lo conoce, y mintió/ que ha
muerto más hombres vivos/ que mató el Cid Campeador./ En entrando en una casa/
tiene tal reputación/ que luego dicen los niños:/ "Dios perdone al que
murió y con ser todos mortales/ los Médicos, pienso yo/ que son todos
veniales,/ comparados al Dotor/".
Y más adelante: "Si a alguno cura, y no muere,/ piensa que resucitó,/ y
por milagro le ofrece/ la mortaja y el cordón/ No se la ha muerto ninguno/ de
los que cura hasta hoy,/ porque antes que se mueran/ los mata sin
confesión./Él, que se ve tan famoso/ y en tan buena estimación/ atento a
nuestra belleza/ se ha enamorado de voz/ No pide le deis más dote/ de ver que
matais de amor,/ que en matando de algún modo/Para uno sois los dos./ Casaos
con él, y jamás /viuda tendréis pasión,/ que nunca la misma muerte/ se oyó
decir que murió./Si lo hacéis, a Dios le ruego/ que os gocéis con bendición;/
pero si no, que Dios nos libre/ de conocer al Dotor”.
Así, poco a poco, la poesía se va convirtiendo en una especie como de puente
entre la salud y la muerte, de la misma manera que los poetas del siglo de oro
emparejan muerte con erotismo y disuelven la oposición entre el amor y la
muerte.
En la edad media, el enamoramiento sin reciprocidad fue considerado
enfermizo y el paciente se trataba con inyecciones de poesía.
Ahora bien: ¿cómo traspasar el puente que comunica el amor y la muerte sin
detenerse en el dolor? Los doctores Hernández Castro y Moreno Benavides,
médicos eminentes y gonfaloneros en el alivio del dolor, consideran que este
–el dolor– ha permitido que el ser humano busque el placer, aunque también, por
lógica, causante de tragedias, amores y desamores, intrigas y manipulaciones.
La lucha contra el dolor empezó en el año 3000 antes de Cristo con el yoga.
En Colombia, sin embargo, no se tiene información sobre manejo del dolor antes
de 1954, cuando se conoció la tesis de grado del Doctor Eliseo Cuadrado del
Río, en la que se hablaba del bloqueo del simpático lumbar. En 1990 nació la
Asociación Colombiana para Estudio del Dolor y en el 2003 se creó el Centro
Interdisciplinario para Estudio y Alivio del Dolor de la Universidad del
Rosario.
Juan Gustavo Cobo Borda, el poeta de mi generación y quirurgo de la palabra,
ha hecho una selección maravillosa de la poesía del dolor que llena todos los
espacios del trayecto que nos lleva del amor hasta la muerte.
“No quiero que te vayas,/ Dolor, última forma/de amar...” El dolor –dice
Cobo– en esencia cerrado, es un punto ciego que palpita en la oscuridad. Y para
exorcizarlo, el hombre se inventó la poesía… “Me estoy sintiendo/ vivir cuando
me dueles/ no en ti, ni aquí, más lejos:/en la tierra, en el año/ de donde
vienes tú,/ en el amor con ella/ y todo lo que fue…/ En esa realidad/ hundida
que se niega/ a sí misma y se empeña/ en que nunca ha existido, que solo fue un
pretexto/ mío para vivir”.
En palabras de Cobo, el dolor engendra poesía, y en alguna forma, el dolor
mantiene la vida. Pregunto yo, entonces, a ustedes los poetas del cuerpo:
¿Llegará el día en que le receten a un paciente, ampolletas de dolor? Veamos lo
que dice Álvaro Mutis, el de los elementos del desastre: ¡Miren ustedes cómo es
de admirar la situación privilegiada de esta gran casa de enfermos!/ ¡Observen
el domo de los altos árboles cuyas oscuras hojas,/ siempre húmedas, protegidas
por un halo de plateada pelusa,/ dan sombra a las avenidas por donde se pasean
los dolientes!/… !Adelante señores!/ aquí terminan los deseos imposibles:/ el
amor por la hermana,/ los senos de la monja,/ los juegos en los sótanos,/ la
soledad de las construcciones,/ las piernas de las comulgantes, todo termina
aquí , señores,/!entren!, ¡entren! Pero si nos atrevemos a ir más allá y
desnudar nuestro tormento de viudos, oigan esto, que se inventara, fulgurante,
la talentosa brasileña Doña Renata Palotini: Si al menos este dolor sirviera/Si
golpease las paredes/Abriera puerta/Hablase/Si cantase y despeinara mi
cabello/Si al menos ese dolor se viera/Si saltase de la garganta como un
grito/Si cayera por la ventana si estallara/Si muriese/Si el dolor fuere un
pedazo de un pan duro/Que no pudiese tragar con fuerza/Y escupir
después/Manchar las calles los autos del espacio/El otro, ese otro oscuro que
pasa indiferente/Y que no sufre, que tiene derecho a no sufrir/Si el dolor
fuera solo la carne del dedo/Que se frota en la pared de piedra/Para que duela,
duela, duela visiblemente,/Penosamente con lágrimas/Si al menos este dolor
sangrese/El dolor ha muerto; la poesía sobrevive.
Una última palabra para referirnos a los ojos de la patria, patria que en
lenguaje llanero de Carranza es como una larga carta, llena de firmas.
Firmas que se vuelven ríos y se convierten en pájaros y en frutas. Firmas
que vuelan como mariposas de colores amarillo, azul y rojo de la bandera
nacional.
Colombia, señores oftalmólogos, no está viendo bien de lejos. Ve mejor de
cerca, pero necesita un médico poeta como lo fueron Cristóbal Colón y Simón
Bolívar, para quitarnos algunas nubes de nuestros ojos enfermos que nos
permitan eliminar las lágrimas de la violencia.
Una mezcla adecuada de salud, poesía y buenos humores para encontrar la paz
definitiva que nos ha sido tan esquiva en los últimos tiempos