Cali
Carta urgente al Niño Dios

Por Jorge Enrique Rojas, reportero de El País

Combinación mortal. De acuerdo con estadísticas del HUV, la mayoría de niños afectados por pólvora que han ingresado a esa casa de salud, se lesionaron por la irresponsabilidad de un adulto alicorado. Archivo / El País

Pese a los esfuerzos de las autoridades, la pólvora sigue matando niños. Aún así, en esta época de sueños, no está mal esperar por un milagro.

Niño Dios, sé que debe parecerte una rareza que te escriba. De hecho, para muchos, puede resultar una tontería. Pero esta carta tiene una poderosa razón. Estamos en Navidad. Y aunque hace mucho que esta época dejó de ser una fiesta en tu honor, entiendo que si para algo sirven estos días es para soñar. Y al menos yo, eso quiero hacer esta vez. Permíteme explicarte:

Hace unos días, mientras recorría los pasillos del Hospital Universitario del Valle, conocí a un niño que me preguntó por ti. Se llama Edwin y el año pasado perdió dos dedos de sus manos inconclusas por culpa de una petaca que alguien lanzó al jardín de su casa. Su mamá, una mujer con más arrugas de las que debería a los 38, dice que todo pasó el Día de las Velitas y que lo único que el niño hacía en aquel instante, era recoger la basura que a la entrada dejaban los restos de voladores, totes, cohetes, silbadores, buscapiés, volcanes y globos que, pese a estar prohibidos en esta ciudad, caían desde las alturas luego de ser quemados por los vecinos del barrio. ¿Por qué lo sigues permitiendo?

Estoy seguro que conoces la historia. En efecto debes haber escuchado muchas parecidas o peores, pero déjame que te recuerde esta en particular: alguien, no se sabe si a propósito o sin culpa, arrojó al andén un taco de pólvora encendida que explotó en las manos de ese pequeño de 7 años, que ni siquiera sabía encender una chispita mariposa.

Edwin asegura que ya no recuerda bien cómo fue. No recuerda o prefiere no recordar. Ahora, cuando tiene que hablar de aquella vez, el chico se limita a estirar su extremidad amputada y contar que de un momento a otro le salió mucha sangre y que luego se desmayó y que cuando despertó ya era un niño incompleto.

Lo peor vino después. En la Unidad de Quemados del hospital, explican que todavía más doloroso que una quemadura o una amputación es la recuperación de la lesión. Sólo lavar las heridas para evitar que se infecten es un fogonazo hirviente que algunos pacientes no resisten. Edwin, por ejemplo, perdió el sentido cada vez que el chorro de agua tocó su carne expuesta. “Me quiero morir, mamita”, le repitió a su madre muchas noches.

Pero este es un chico fuerte. A veces, en un milagro con dientes de leche, enseña su risa esquiva y vuelve a verse vivo. Su caso es una excepción que hace estallar de alegría a los médicos: saben que tras un incidente con pólvora, pocos niños vuelven a sonreir.

Lucelly Obando, psicóloga del área, recuerda algo que pasó dos años atrás: una pequeña de 8 años se había disfrazado de osa y jugaba con una chispita luminosa que prendió su traje de felpa. La niña, al sentirse incendiada, se sumergió en el tanque de agua del lavadero y no salió por miedo a que la regañaran. Pasó tanto tiempo ahí escondida, intentando escapar del dolor, que cuando le dieron auxilio ya no había mucho qué hacer. Estuvo un mes hospitalizada y poco a poco se fue consumiendo hasta morir por una falla renal. Los casos se repiten una y otra vez.

El doctor Juan Pablo Trochez, coordinador médico de la Unidad, dice que aunque ya no es como antes, cuando en diciembre llegaban entre cien y ciento cincuenta personas quemadas al Hospital, desde hace cuatro años no ha sido posible bajar de las diez o veinte víctimas. “Y el 90% de ellos son adultos borrachos”, precisa, hablando con un tono que gravita entre la abulia y la resignación de alguien que ya parece cansado de buscarle cura a la ignorancia: “La gente sabe que la pólvora es mala, que envenena, que mata, pero todos los años pasa lo mismo”.

¿En realidad no existe un antídoto para esta plaga? Esta semana, una niña de 4 años y otra de 16, ingresaron al Hospital con lesiones en sus ojos luego de que unos totes con los que jugaban en su casa del barrio Petecuy, explotaran en sus narices. Pese al esfuerzo de las autoridades, las prohibiciones, las campañas preventivas, la pólvora, Niño Jesús, sigue vendiéndose como si fuera un dulce inofensivo.

Por estos días, en esta ciudad a la que insisten en llamar Sucursal del Cielo, es posible comprarla en barrios como Siloé, La Nueva Floresta o Antonio Nariño. En La Cumbre, a sólo 45 minutos de aquí, hay 50 fábricas clandestinas. Y también las hay en Jamundí, Candelaria y Palmira. Cada diciembre, tres toneladas de cargamento ilegal inunda calles y esquinas, convirtiendo a Cali en una bomba de tiempo. En el resto del país sucede lo mismo: 20 niños ya resultaron quemados.

La mamá de Edwin dice que las cicatrices de pólvora son más profundas de lo que la gente sospecha. Su hijo, por ejemplo, aún tiene pesadillas y a veces, cuando escucha estallidos en la calle, se orina de miedo. Cada vez que lo cuenta, la mujer estalla en llanto.

El día que hablé con ellos en una sala de espera del Hospital Universitario, varias veces el chico intentó secarle las lágrimas en un gesto amorosamente torpe de su mano izquierda. Con ese lado que la explosión no alcanzó, Edwin ha tenido que reaprenderlo todo en este último año: cepillarse los dientes, amarrarse los cordones, peinarse, comer, bañarse, acariciar, escribir, amar.

Esa la razón de esta carta, Niño Dios, un favor para Darwin. Hace un año él no pudo hacerla por las razones que tu conoces y ahora, me ha dado a entender con una mueca de inocencia perdida, no cree que tenga sentido escribirla. Pero insisto: pienso que en esta época aún es válido soñar y yo he decidido hacerlo en nombre de ese niño. Pero no con cosas imposibles. No sueño con que la gente deje de fabricar pólvora para venderla en las esquinas. No sueño con que se acaben los padres que la compren para festejar su hombría delante de sus hijos. No sueño con que eso pase de un día a otro. Eso no es lo que quiero pedirte. Hoy, mi único sueño, es que alguien más que tú pueda leer esto y entre en razón. ¿Me ayudas con ese milagro?

En sus palabras

"Muchos niños se llevan chispitas o diablitos a la boca, sin saber que eso es un veneno mortal: están hechos de fósforo blanco": Juan p. Trochez, Médico HUV.

"La recuperación mental es la etapa más difícil y dramática del proceso. Los niños tienen que empezar, de la noche a la mañana, una nueva vida”: Lucelly obando, Psicóloga HUV.

"La mayoría de la gente que vive de la pólvora, lo hace porque no tiene más que hacer. Antes, esto no era delito y muchos levantaron a sus hijos de esa forma”: Agustín vera, Habitante La Cumbre.

"Entre las escenas más bravas que he visto como policía, están las de los heridos con pólvora. El drama es impresionante": Álvaro Sánchez, policía Antiexplosivos.

Las dificultades siguen siendo las mismas

Siempre es lo mismo. Uno de los mayores obstáculos que tienen las autoridades para hacerle frente a la problemática de la pólvora, es que los ingredientes básicos para elaborarla siguen consiguiéndose en cualquier almacén de insumos químicos: pese al riesgo que representan, comprarlos y transportarlos en la ciudad no configura ningún delito.

Para fabricar petacas o tumbarranchos, dos de los artefactos con mayor poder destructivo, y a la vez dos de los elementos más vendidos por los polvoreros, sólo se necesita nitrato de potasio (salitre), carbón y azufre. Un par de libras se consiguen por menos de $40.000 en el centro de Cali y la mayor exigencia que los dependientes hacen para entregar el material es pedirle el número de cédula a los compradores. Aunque a menores de edad también les entregan los químicos.

Así lo pudo comprobar esta semana El País, en un recorrido por algunas factorías de insumos, donde ninguno de los vendedores puso reparo en entregar los ingredientes que, al mezclarse, derivan en la mortal combinación de la pólvora. Uno de ellos, trabajador de un almacén ubicado en la Carrera Primera, incluso confesó que justamente eso es lo que más venden por estos días. “Uno aquí no se pone a preguntar para qué llevan las cosas. Uno simple vende, esto no es una costurería”.

Pero Álvaro Sánchez, subintendente de la Policía Metropolitana y miembro del Grupo Antiexplosivos, dice que hay otra dificultad de mayor tamaño en la lucha que año tras año dan en las calles: “Las ventas más grandes de material ilegal y las fábricas más peligrosas de explosivos, se hacen camufladas en negocios y casas que son muy difíciles de detectar”.

El oficial cuenta de polvorerías que han descubierto funcionando en Mariano Ramos, San Judas, Meléndez, la Nueva Floresta, Alfonso López y hasta en el jarillón del río Cauca. “Aunque parezca inaudito, las hemos encontrado en casas de familia, en ranchos de esterilla y escondidas detrás de muchas tiendas de abarrotes”.

En lo corrido de este año, la Policía incautó y destruyó cerca de dos toneladas que también fueron decomisadas en La Cumbre, Jamundí y en el sector de Juanchito.

Esta semana comenzarán nuevos operativos urbanos y rurales y los padres ya fueron advertidos: sobre ellos recaerá la culpa de cada niño quemado.

Sánchez espera que este año sea distinto. Pese a que cada vez ocurre lo mismo, el agente es un hombre de fe.