No
hay conflicto sobre la tierra, por sanguinario y atroz que sea, que no respete
a la misión médica. Todo hospital, centro de salud, consultorio, laboratorio o
ambulancia y el personal de salud que presta allí sus servicios están amparados
por una protección que impide que contra ellos se desarrollen acciones
hostiles.
Pero en Colombia a este precepto universal simplemente se lo pasan por la faja
los actores ilegales del conflicto. Hace justo una semana una ambulancia
fluvial, que se desplazaba por el río Atrato, entre Riosucio y San Jorge (Chocó), fue interceptada por dos
encapuchados, que remataron a un ganadero que era trasladado a Turbo con una
herida de bala en la cabeza. No valieron ni los símbolos de la misión médica,
ni los ruegos de la enfermera y la tripulación.
Unos días antes, en la carretera entre El Tarra y Tibú (Norte de Santander), varios hombres que dijeron
pertenecer a las Farc detuvieron una ambulancia y
asesinaron a un hombre herido al que señalaron de pertenecer a las
autodefensas.
Estos son dos de los doce ataques a la misión médica registrados oficialmente
por el Ministerio de la Protección Social en lo que va corrido del año, y si
bien uno solo de estos crímenes causaría estupor incluso entre los
protagonistas de los conflictos más degradados del mundo, la misma entidad
reconoce que en el país hay subregistro de estos
casos.
Los hechos de estas semanas engrosan la larga lista
de violaciones similares que desde 1995 acumula 747 víctimas, entre muertos,
desaparecidos, heridos, secuestrados, amenazados y torturados. Hoy, en algunas
regiones del país el personal médico y sanitario es obligado a guardar silencio
bajo amenaza de muerte.
A aquellos que tienden a justificar actos bárbaros y de violencia de unos
grupos contra los otros vale recordarles que la existencia de la misión médica
está fundada en los principios del derecho internacional humanitario,
soportados por los Convenios de Ginebra y sus protocolos adicionales, que
establecen para todos (firmantes y no firmantes) normas mínimas de respeto por
la vida y la dignidad humanas.
Estas han sido construidas a lo largo de la historia a partir de acuerdos entre
personas y voluntades; de hecho, sus orígenes pueden rastrearse hasta la Edad
Media. Ya en esa época se entendía que las víctimas y los heridos deben ser
tratados con dignidad y que hacia ellos solo debe operar un sentido de
solidaridad, que es inherente a la condición humana. Por extensión, la labor
neutral del personal médico encargado de su cuidado y resguardo debe respetarse
y protegerse.
Por eso aterra que grupos armados presionen a la misión médica para que transgreda su deber ser, que es la defensa de la vida
humana, sin distingos de ninguna clase, y se abstenga de brindar atención a
aquellos que la requieran.
La acción de las Farc y el Eln,
que rematan a heridos, es abominable, como también lo es la de los
paramilitares, que en algunas zonas deciden si el personal de salud puede
llevar atención, medicamentos y las necesarias vacunas a la población civil.
También es censurable el uso indebido de los símbolos universales de la misión
médica, que deben ser garantía de neutralidad.
Esta situación debería obligar a preguntarse por la naturaleza del conflicto en
el que está metido el país. El hecho de que no tenga características
internacionales no es una excusa para no asumir, de manera integral, el
Protocolo II de Ginebra y, más concretamente, un artículo común, conocido desde
1949, que compromete a todos por igual a amparar a la misión médica. Los ataques
cometidos en Colombia son signos de extrema brutalidad e ignorancia.