Si la nueva gripa hubiera sido tan nociva como se creyó al comienzo, el
mundo –y en especial países pobres como Colombia– estaría contando hoy los
muertos por millones. Esa es la gran lección que deja, hasta ahora, la primera
pandemia del presente siglo, un fenómeno que desnudó la limitada capacidad de
los sistemas de salud para responder a emergencias de esta magnitud y, peor
aún, las profundas inequidades que en tal materia enfrentan millones de seres
humanos.
A estas alturas, las naciones ricas, fundamentalmente las del hemisferio
norte, ya son dueñas de la mayoría de la producción de vacunas contra la gripa
A. Mucho antes de que los países en vía de desarrollo pudieran siquiera
encontrar una fuente de recursos que les permitiera estimar cuántas estarían en
capacidad de comprar, las naciones desarrolladas ya habían hecho reservas
multimillonarias de los biológicos respectivos con los laboratorios
productores.
Tras seis décadas de creada la Organización Mundial de la Salud (OMS), una
instancia en la que se discuten y se diseñan estrategias para enfrentar
problemas que afectan la salud pública global, es patente que el derecho a la
salud depende de la capacidad económica de los individuos y de los países en
los que viven. Para la muestra están las naciones del África subsahariana. El planeta no conoce cuál ha sido el impacto
de la pandemia en esa región, pues su grado de pobreza y subdesarrollo ni
siquiera les permite a sus gobiernos diagnosticar, y muchos menos tratar, los
casos positivos.
La situación de América Latina dista mucho de ser tan dramática. Sin
embargo, la realidad muestra que ni uno solo de sus países puede garantizar
antivirales para todos sus ciudadanos y, menos aún, vacunas. Mientras Estados
Unidos destinó, como si nada, 1.800 millones de dólares de su presupuesto para
la reserva de vacunas, la mayoría de los gobiernos latinoamericanos dependen de
una negociación en bloque con los fabricantes del biológico, a través del Fondo
Global de Medicamentos.
Ahora que hay certeza de que tales laboratorios apenas lograrán producir,
por razones técnicas, un tercio de lo proyectado en un comienzo, la situación
se agrava. Gracias a sus inmensos recursos, los países industrializados, que
primero hicieron reservas, se quedaron con casi todo.
Los demás apenas podrán pelear por los excedentes. De hecho, Colombia aspira
a obtener por esta vía, en el mejor de los casos, solo 1,5 millones de
unidades.
Aunque el virus AH1N1 no ha resultado tan lesivo como se creía en esta
primera etapa, los científicos coinciden en decir que aún es muy temprano para
establecer qué camino cogerá o qué tipo de mutaciones sufrirá. De convertirse
en una cepa más dañina, la mayoría de las naciones del planeta tendrán que
enfrentarse a ella sin inmunidad alguna.
Los grandes laboratorios, mientras tanto, amasan un multimillonario negocio
por cuenta de la gripa A. De acuerdo con un análisis publicado por el diario
francés Le Monde, en solo cinco meses se generaron negocios por 1.300 millones
de euros por la venta de Tamiflú, con utilidades
hasta del 40 por ciento. Se estima que los países del hemisferio norte les
reservaron mil millones de vacunas, a un costo aproximado de 10.000 millones de
euros. Es difícil –y en algunos casos imposible– que se reduzcan tales brechas
económicas en el planeta.
Eso obliga a los gobiernos de las naciones más pobres a repensar sus
sistemas de salud con base en sus limitaciones y a adoptar y a promover medidas
de salud pública que no solo han demostrado su efectividad, sino que están al
alcance de todo presupuesto. Ese sería el primer paso hacia la concepción de la
salud como un asunto de solidaridad y racionalidad y no como un negocio