Universidad sin violencia
Octubre 20 de 2009
Lamentable que las
vías de hecho continúen convirtiéndose en protagonistas de las universidades
públicas en Colombia, a la peor manera de las épocas en que los violentos las
convirtieron en fortines de sus propósitos y fuentes de reclutamiento. Pero
nada de eso debe impedir que la Nación realice el debate inaplazable sobre las
angustias financieras que padecen esas instituciones.
Los
documentos fílmicos que mostraron el secuestro del rector de la Nacional en su
sede de Bogotá son ejemplo de cómo un buen propósito, pedir explicaciones sobre
la situación económica de la universidad más importante de Colombia, puede
transformarse en un hecho repudiado y repudiable, que demandó la enérgica
actuación de la Policía. Ahora lo prioritario parece ser el castigo a quienes
promovieron esa retención indebida, para lo cual se ofrecen recompensas, como
corresponde a la estrategia de castigar a los delincuentes.
Pero
la sanción más importante debería salir de los estamentos universitarios, de
los profesores, los alumnos, los investigadores y el personal administrativo
que vieron cómo la barbarie impidió, o por lo menos obstaculizó, la esencia de
su reclamo: las limitaciones presupuestales y
económicas por las que atraviesa la educación pública superior en Colombia. Se
impuso de nuevo el modelo antiguo, en el que esos estamentos son carne de cañón
para generar disturbios y llevar al escarnio a los gobernantes que se atreven a
imponer el orden; en el que la sensatez se aleja de un claustro educativo y lo
que menos interesa es salvar la educación, sin que ello implique renunciar a la
protesta y a la reivindicación.
Por
tanto, quedaron en un segundo plano los reclamos de Moisés Wasserman
y de los demás rectores para que se cambie la política financiera del Estado
con respecto a la universidad pública. Sin duda, la Ley 30 de 1992 tuvo buenas
intenciones al establecer el Índice de Precios al Consumidor como el límite
máximo para el incremento anual de sus presupuestos. Pero el crecimiento de la
demanda y la necesidad de mejorar su calidad y atender frentes como la
investigación o la obligación de desarrollar programas de doctorados que se
sintonicen con las nuevas realidades, ha producido requerimientos que ya
desbordaron esas limitaciones.
Se
podría argumentar que los centros de educación superior están obligados a
generar recursos a través de la matrícula o mediante la venta de servicios y
conocimientos. Como también parece inevitable reclamar decisiones para
restringir el gasto en burocracia inútil y en actividades ajenas a la
universidad como centro de conocimiento. Todo debe debatirse en un diálogo
franco y abierto, del cual debe surgir una nueva política que concuerde con el tantas veces enunciado principio de usar la educación
para promover la igualdad y el progreso de la Nación.
Pero
ese debate será imposible si persisten los actos violentos, incluso contra
miembros de la comunidad universitaria como el rector Wasserman.
Que la universidad pública debe ser protegida e impulsada, no admite discusión.
El asunto es si Colombia y los estamentos estudiantiles siguen aceptando que se
haga con métodos como el secuestro.