Robin Beaton, como la
mayoría de estadounidenses, pasó casi 35 años pagando cumplidamente la póliza
de su seguro médico.
Hace dos años, poco después de ser diagnosticada con un cáncer de seno, la
compañía –Blue Cross Blue Shield– le envió una carta indicándole que su seguro había
sido cancelado y, por lo tanto, no pagaría por el costoso tratamiento.
Tras una exhaustiva revisión de su historial, la empresa había detectado que
luego de visitar a un dermatólogo para tratar un problema de acné, éste había
anotado “por error” que existían indicios de cáncer en su piel. Razón
suficiente para alegar una preexistencia no reportada y causal de terminación.
Sin seguro y enferma, tuvo que vender todo cuanto poseía e incurrir en
deudas que superan los 200.000 dólares y que la llevaron hace a poco a
declararse en bancarrota.
A Otto Raddatz le pasó algo similar justo cuando
se preparaba para recibir atención por leucemia. En su caso, la aseguradora
decidió cancelar la póliza, pues tenía cálculos intestinales –otra
preexistencia, dijeron– que nada tenían que ver con el cáncer que le terminó
costando la vida.
La situación de Carlos Mesa es peor. Nunca ha tenido un seguro porque no
tiene con qué pagarlo. “Vivo el día a día con los dedos cruzados por que sé que
si me enfermo terminó o en la cárcel –por las deudas– o en una tumba”, dice
este hombre de 42 años, oriundo de Colombia, pero ciudadano legal en E.U.
Malas cifras La principal potencia del mundo, y quizá de las más ricas,
tiene –bajo diversos estándares– uno de los peores sistemas de salud del
planeta.
Un sistema lleno de vacíos, injusticias e ineficiencias que son difíciles de
entender para cualquier observador externo. Las estadísticas lo dicen todo.
E.U., de entrada, es la única nación
industrializada que no brinda cubrimiento a la totalidad de sus ciudadanos.
De hecho, y este dato es alarmante, casi 50 millones de personas, según el
censo del 2007, carece de seguro de salud. Como consecuencia de ello, más de
60.000 personas mueren al año, por no tener con qué costearse un tratamiento, o
cuando lo recibieron ya era demasiado tarde.
De acuerdo con un Estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el
sistema de salud de E.U. está en el puesto 37 entre
191 naciones. Países como Colombia (puesto 22) o República Dominicana, dice la
OMS, sacan mejores calificaciones.
Lo más irónico de la situación, es que de todos los países del mundo, E.U.
es quien más gasta en salud: el 15,7 por ciento de
su PIB. Dato aterrador si se compara con otros como España y Reino Unido, donde
se invierte poco más del 8 por ciento y ofrecen cubrimiento universal, mientras
en E.U. están esos 46 millones de desasegurados.
También, por supuesto, es el más costoso del planeta. De acuerdo con las
últimas estadísticas, asegurar a una familia de cuatro miembros cuesta unos
13.000 dólares anuales (casi 26 millones de pesos). El doble de lo que costaba
hace menos de 10 años.
Es tan caro que la salud se ha convertido en la principal causa de
declaración de bancarrota. Hoy por hoy, 70 millones de estadounidenses están
endeudados por servicios médicos que recibieron y no pudieron pagar.
Adicionalmente está el tema de las aseguradoras. Dado que en E.U. el sistema es operado principalmente por la industria
privada, hay una constante batalla con el consumidor para disminuir o cancelar
el cubrimiento y elevar los márgenes de ganancia.
Una investigación reciente, revelada durante una audiencia en el Congreso,
mostró cómo muchas compañías incentivaban a sus empleados –incluso con
bonificaciones– para detectar errores así sean minúsculos que permitan cancelar
una póliza que ya no les es rentable.
Paradojas En resumidas cuentas, el sistema más costoso, pero uno de los más
ineficientes y plagado de injusticias. Algo que sorprende, pues E.U., pese a todo, es líder en investigación y avances en
la medicina.
Cómo se llegó hasta aquí es materia de intenso debate y depende de a quién
se le pregunte. Pero hay algunos puntos en los que hay coincidencias. Por un
lado, esos mismos avances tecnológicos se han traducido en tratamientos que son
más costosos. Y lo mismo pasa con las nuevas drogas que se han venido
desarrollando. Además, están los altos costos administrativos que genera un
complejo sistema de pago que no está estandarizado.
En promedio, el 20 por ciento de la factura se utiliza pagando estos ‘gastos
de oficina’. Así mismo están los monopolios que ejercen las aseguradoras en
algunos estados, que limitan la competencia e impiden que los precios se
regulen por el mercado.
Otro problema que se menciona con regularidad es el sobrecosto
que generan, irónicamente, los mismos desasegurados que tras padecer una
enfermedad sin atención, cuando finalmente llegan a la sala de emergencia –en E.U. una persona tiene que ser atendida en estas salas así
no tenga seguro– genera unos altos costos.
Por eso, el presidente Barack Obama ha hecho de la
reforma a la salud una de sus prioridades. Y el tema actualmente está siendo
discutido en el Congreso.
El debate es feroz. Algunos quieren un sistema de “salud pública” que le haga competencia a las aseguradoras. Pero los detractores
gritan “socialismo” y han prometido oponerse hasta la muerte. Y son muchas las
variables que se cruzan. Entre ellas, el enorme negocio de las aseguradoras y
las industrias farmacéuticas, que defienden su pedazo del pastel a dentelladas.
Y los pronósticos son bien reservados.
Hace dos semanas, el Comité de Finanzas del Senado aprobó un proyecto de ley
para reformar el sistema. Un hito, pues se trata de la primera vez en 100 años
que una reforma de esta magnitud avanza más allá de la etapa del Comité.
Aunque las oportunidades de aprobar “algo” de aquí a diciembre son buenas,
podría terminar siendo solo una “reforma de papel” que no ataque el problema
estructural