Tiempos de la academia
Gobiernos de toda clase alrededor del mundo han utilizado el tema de la
educación como una bandera de campaña. Es una verdad de perogrullo
que una sociedad educada tiene más posibilidades de generación de bienestar que
una que no lo sea, y que entre más educada esté, más posibilidades tiene. Las
estadísticas de desempleo en Colombia indican que el perfil típico del
desempleado es un joven urbano de poca educación, y que allí se concentra el
grueso de los desempleados. Pero la educación es un proyecto costoso a largo
plazo cuyos réditos políticos inmediatos son difíciles de medir, frente a
decisiones de impacto inmediato como las obras públicas o la seguridad
nacional.
Cuando se promulgó la
Constitución de 1991, la cual consagró un Estado social
participativo, garantista de los derechos sociales,
incluyó entre esas garantías la autonomía universitaria, la cual era una
consecuencia obligada de los principios que alentaban la nueva carta política. La Ley 30 de 1992 desarrolló ese
y otros aspectos de la educación superior, y su articulado fue en sí mismo
resultado de un amplio debate académico en el que se presentaron concepciones
pragmáticas sobre cómo debería organizarse la universidad, tanto como
concepciones intelectuales, sobre su deber ser, sus principios fundamentales,
su capacidad crítica, su responsabilidad social, su misión de educar
integralmente, todo ello basado en la autorregulación.
Innovadora en su momento, 18 años después se hace necesaria una revisión de la Ley, que la ponga al día con
la enorme transformación que ha sufrido la creación y transmisión del
conocimiento en esos años. Una educación superior que ha desbordado los campus universitarios, que ha adquirido las más
sofisticadas metodologías, que ha roto las fronteras entre instituciones y
disciplinas, que ha multiplicado sus costos, en una sociedad forzada a
incorporarse responsablemente al mundo globalizado, requiere de una norma que
satisfaga esas exigencias. Pero un tema de esa naturaleza sólo puede ser tratado
con un mecanismo similar al que tuvo la
Ley vigente: un proceso de consulta y análisis con las
comunidades académicas de todo el país, que permita identificar las muy
diferentes necesidades sentidas de universidades públicas y privadas,
nacionales y territoriales, y demás instituciones de educación superior. Los
temas que reformaría el proyecto gubernamental, preparado por el Ministerio de
Educación, cuya radicación en el Congreso se espera para el segundo semestre de
este año, y cuyo texto no se ha hecho público, serían: mayor financiamiento y
nuevas fuentes de recursos, desarrollo y flexibilización del sistema,
aseguramiento de la calidad y mejoramiento de la gestión, fomento a la
internacionalización, relaciones con la sociedad, y fortalecimiento de la institucionalidad.
En cada uno de ellos hay ciertamente mucha tela que cortar.
Lo único que no ha cambiado ni debe cambiar es la autonomía universitaria
misma, sin la cual no puede hablarse de una sociedad libre, democrática y
participativa, donde la educación ha pasado de ser un servicio público a ser un
bien público, es decir un patrimonio colectivo. Y como consecuencia, tampoco ha
cambiado el derecho de las universidades a participar, de modo intenso y en el
plazo que requiera un asunto tan delicado, en el debate sobre cómo debe ser la
educación universitaria en Colombia. Parecería que los tiempos pausados de la
academia no están coincidiendo, en este caso, con los tiempos afanosos del
Gobierno.