Buena parte de las 1,5 toneladas de heroína que, según Naciones Unidas, se
producen cada año en Colombia, está siendo consumida en el país.
Eso se refleja en una serie de indicadores que, de acuerdo con la
Corporación Nuevos Rumbos –referente en la investigación de adicciones en
América Latina–, señalan una tendencia creciente del uso de este alcaloide
entre los jóvenes.
Más lamentable aún es el hecho de que el país se esté enterando de que el
fenómeno existe por los casos cada vez más numerosos de sobredosis que reciben
centros asistenciales públicos y privados. Reportes recientes indican, de
hecho, que los escasos sitios especializados en Colombia en el tratamiento de
este tipo de adicciones tienen largas listas de espera, como ocurre con
Carisma, de Medellín, que ya cuenta con más de 100 personas pendientes de
intervención, y el Hospital Universitario del Valle, cuyo listado rebasa los
200.
La heroína es la sustancia más adictiva que existe, razón por la cual la
recuperación de una sola persona requiere un manejo complejo y especializado,
que demanda una gran cantidad de recursos humanos y económicos. El país hoy
cuenta con no más de 300 cupos oficiales para el tratamiento de todo tipo de
adicciones, lo cual resulta abiertamente insuficiente. Sólo en el caso de la
heroína, el Estudio Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas, hecho el
año pasado, señala que 37.863 colombianos han probado esta droga alguna vez en
su vida. El dato es apenas una muestra de un problema cuya dimensión
estadísticamente no se conoce con certeza.
No obstante, lo que la realidad muestra preocupa: se estima que sólo en
Santander de Quilichao (Cauca), donde viven 80.000
personas, alrededor de 8.000 niños, adolescentes y jóvenes, entre los 10 y los
25 años, han probado esta sustancia. De acuerdo con análisis de Nuevos Rumbos,
es cada vez mayor su disponibilidad: un gramo se consigue, en promedio, por
entre 20.000 y 60.000 pesos; sin embargo, es claro que en algunas regiones,
como el Eje Cafetero, el precio baja a 5.000 pesos.
Al país, que carece de las estructuras sanitarias y de las políticas
adecuadas para afrontar adicciones de todo tipo, como las generadas por el
creciente consumo de éxtasis y otras drogas de diseño, el problema de la
heroína amenaza con salírsele de las manos. Con un agravante: dado que en
Colombia, erróneamente, la drogadicción y la farmacodependencia
no son consideradas enfermedades mentales, su tratamiento no está contenido en
los planes de beneficios del sistema de salud.
Vale aclarar que el Ministerio de la Protección Social adoptó un plan de
lucha contra la drogadicción (2009-2010), y que con los decretos de Emergencia
Social se dispuso de algunos recursos para financiar esta tarea.
No obstante, tales medidas apenas son paños de agua tibia contra el
fenómeno, porque el país tampoco cuenta con una política nacional de salud
mental, que debe ser el marco natural para el manejo de adicciones que suelen
ser la manifestación de otros trastornos.
Es necesario que tal política de Estado se acompañe de procesos
transversales de educación y programas y campañas serias e integrales de
prevención del consumo, elementos evidentemente débiles dentro de los planes de
salud pública.
Resulta lógico, además, esperar que el tema haga parte de las discusiones
que tendrán lugar a propósito de la necesaria e inminente reforma del sistema
de salud. El país ya no puede seguir dándose el lujo de desatender un problema
cuyas dimensiones le dan el estatus de verdadera bomba de tiempo social.
El problema del consumo de heroína, cuya dimensión real se desconoce,
requiere una política de prevención y otra de salud mental