Las balas que zumbaron sobre Antonio Dorado, su esposa y su pequeño hijo,
hace casi 4 meses, no eran las de utilería de El Rey, la película que dirigiera
sobre la emergencia de la mafia caleña en los años 70. Eran balas reales. Del
mismo tipo de las que acabaron con la vida del arquitecto Juan Pablo Becerra, a
la entrada del condominio en el que vivía, en un episodio más del fleteo que
agobia el sur de Cali.
Pero el fleteo no es una plaga que cayó de repente sobre los caleños, como
lo cree el alcalde. Hace parte de las muchas actividades del crimen organizado,
que no ha dejado de actuar, transformando sus técnicas, sofisticando sus
estructuras organizativas, multiplicando sus conexiones y elevando su audacia y
crueldad hasta alturas antes impensables. Y no son sólo asesinatos asociados al
‘fleteo’. La simple seguridad cotidiana también está bajo sitio. El punto de
quiebre puede situarse en 2006, cuando los delitos (atracos, hurtos, asaltos a
personas y residencias) dieron un salto aterrador hasta alcanzar la cifra de
21.300, frente a 8.146 del 2005.
Lo que se ha intentado hacer hasta ahora es muy poco y bastante tarde. Se ha
querido mezclar la siempre usada restricción del horario de rumba (cuya
efectividad en la disminución de homicidios nunca ha superado el 18 por
ciento), con la original estrategia de los guardas cívicos, que parece más
contra el desempleo que contra la inseguridad. Las razones aducidas para
aumentar la ‘hora zanahoria’ no son ni siquiera equivocadas. La justificación
crucial es que han encontrado alcohol en los cuerpos de la mayor parte de las
víctimas. Lo que cualquier observador preguntaría es si han encontrado alcohol
en los de los victimarios. Pregunta imposible de contestar porque en el 99 por
ciento de los casos las autoridades no saben quiénes son, y no lo saben porque
la investigación y la justicia criminal desaparecieron en Colombia hace ya
algunos años. ¿Qué se podría hacer? La falta de una política criminal en
Colombia no es culpa, por supuesto, de la administración municipal. Lo que sí
es de su dominio es la falta de una política de seguridad ciudadana en Cali. La
primera recomendación es tomar en serio a la Policía Metropolitana. En lugar de
hacerla actuar en videos inocuos, valdría la pena sistematizar la información
que tiene de las organizaciones criminales y convertirla en principal
herramienta de lucha.
Esa sistematización permitiría conocer sus integrantes y vínculos de grupos
y bandas. Y permitiría distinguir entre el crimen organizado de alto nivel y
que debe ser combatido por una política de Estado, y las pandillas que son la
entrada de jóvenes, y ahora de niños, al sistema criminal. (Es bueno no olvidar
que una buena parte de los homicidios son cometidos por sicarios jóvenes, casi
niños).
Como lo muestran las experiencias de Cincinnati,
Boston y High Point
(Estados Unidos), conocer las estructuras de las pandillas, hacerles saber que
sus miembros son conocidos y advertirles -en reuniones en las que todos,
víctimas, victimarios y policías, pueden verse cara a cara- que si no cambian
su comportamiento pueden terminar en la cárcel, y que si lo hacen pueden tener
una vida distinta, ha conducido a una disminución del 50 por ciento en
homicidios.
Nada de esto funcionará, aunque suene a cliché, sin una política social
definida. Es indispensable una inversión masiva en educación y cubrimiento de
necesidades básicas para los grupos sociales más vulnerables, que incluya la
disminución radical de embarazos adolescentes. Los efectos sólo se verán en 15
ó 20 años, pero será el comienzo de una ciudad con menos crimen y menos
desigualdad. Mientras tanto los ciudadanos siguen esperando acciones reales. El
tiempo de la retórica ya pasó.
“Lo que se ha intentado hacer hasta ahora en seguridad es muy poco y
bastante tarde”.