A pocos días de
terminar su paso por el Congreso, la propuesta de reforma a la ley estatutaria
de la salud sigue generando inquietudes y desconfianzas que necesitan claridad.
Aunque no existe en la práctica quién se oponga al cambio que reclama un sistema
asfixiado por las deudas, plagado de intermediarios y cuestionado por la
insatisfacción de los usuarios, lo cierto es que las dudas sobre la propuesta
deben ser escuchadas antes de tomar la decisión de aprobarla.
Cuando en 1993 se
expidió la Ley 100, Colombia dio un gigantesco y ambicioso salto hacia la
posibilidad de ofrecer una cobertura total en materia de salud. Vincular a los
particulares al servicio fue sin duda una decisión audaz que eliminó la traba
de un estatismo excesivo donde el clientelismo destruía la posibilidad de
cubrimiento y de ser eficientes en la prestación de un servicio público de
vital importancia para cualquier sociedad.
Pero con el cambio
también llegaron problemas que demandan solución. El primero de ellos es la
aparente contradicción que existe entre la obligación de prestar ese servicio y
el ánimo de lucro que motiva a una entidad particular cuando se involucra en un
negocio. Y el segundo, quizás el más angustiante, es el déficit financiero que
generaron los cálculos económicos sobre los que se basó la expedición de la Ley
100, multiplicado de manera exponencial por las decisiones judiciales que
obligaron al sistema a asumir tratamientos y atenciones sin límites.
Esa mezcla explosiva ha
sido soportada gracias a la fortaleza de los ingresos públicos que permite
destinar casi treinta billones de pesos al año para atender el servicio. Pero
en él subsisten problemas estructurales que son agravados por la corrupción, la
desviación de recursos y la intrincada red de intermediarios que termina
quedándose con los dineros destinados a atender la salud de una Nación cuyos
índices de pobreza superan el 50% de su población. Son problemas a los cuales
se ha tratado de aplicar correctivos que no funcionan.
Entonces hay que hacer
la reforma antes de que la crisis explote, pensando en el usuario y rescatando
en primer lugar el concepto de servicio público por encima de la rentabilidad.
La pregunta es si eso se logrará creando un sistema en el cual el Estado
recupera el control absoluto de los recursos financieros y se convierte en el
único responsable y ordenador del gasto, como lo propone el proyecto de ley
estatutaria que hace trámite en el Congreso. Y si por el hecho de declarar a la
salud como derecho fundamental se logrará encontrar la fuente eterna de
recursos para financiar una actividad cuyos costos pueden llegar a ser
ilimitados si no se fija un marco realista, alejado del facilismo que nace de
declaraciones que superan las capacidades del Estado.
Esas inquietudes son
las que gravitan sobre la reforma propuesta. El asunto no es descalificar la
iniciativa que defiende el ministro Alejandro Gaviria, cuya idoneidad y
conocimiento no están en discusión. Lo que hoy preocupa es que la decisión que
se tome sirva para resolver los problemas que arrastra la salud en Colombia y
pueden llevarla a un colapso de incalculables proporciones.