Persiste la desigualdad

La semana pasada, en Costa Rica, las Naciones Unidas publicaron el primer informe de desarrollo humano sobre los países de América Latina y el Caribe. La agencia encargada de esta materia (el PNUD) recoge un panorama que, aunque no sorprende, sigue despertando alarmas: diez de las quince naciones más desiguales del planeta hacen parte de la región, y la desigualdad latinoamericana es 18 por ciento más alta que la reportada para el África subsahariana.

Sin duda, las crecientes brechas entre los más ricos y los más pobres constituyen una realidad socioeconómica persistente en Colombia y en el resto del vecindario. De hecho, nuestro país hace parte de los más desiguales, sólo superado por Bolivia, Brasil y Haití. Estos indicadores ratifican las insuperables barreras en educación, empleo e infraestructura que millones de compatriotas de estratos más bajos, y muchos de los medios, enfrentan en su diario vivir. A esto se añaden diferencias abrumadoras respecto al acceso a portafolios de servicios y oportunidades entre regiones, grupos étnicos, mujeres y jóvenes.

No se trata de desconocer los logros de los esfuerzos contra la pobreza que el Gobierno central y administraciones locales han desplegado en los últimos años. Al contrario, son un componente fundamental en cualquier abordaje para reducir la desigualdad. Sin embargo, no son suficientes. La baja movilidad social que ha aquejado al país en estas últimas generaciones requiere un despliegue de políticas públicas que van desde la vivienda hasta las matrículas para la educación superior.

El propósito de este reporte es, precisamente, el de contribuir al debate hemisférico sobre las causas y las consecuencias de esta situación y los mecanismos económicos y políticos de su transmisión. En este orden de ideas, los autores introducen en la medición del Indice de Desarrollo Humano -que se calcula con ingresos, educación y salud- el peso de estas diferencias estructurales. Como era de esperarse, los indicadores se desploman entre un 6 y un 15 por ciento en los países latinoamericanos. En el caso específico colombiano, el desigual acceso a la educación es el componente que más deprime los avances obtenidos en esta materia.

Más allá de las frías estadísticas, que Colombia sea una de las economías con peor redistribución de ingresos y oportunidades se traduce en un contrato social frustrado. Es inocultable que a la escalera por la cual podrían subir los más desfavorecidos y mejorar así sus condiciones sociales de generación en generación le hacen falta peldaños, lo que deja atascados a cientos de miles. La ilusión de las clases medias y bajas de que sus hijos estén mejor que sus padres es hoy en nuestra economía no más que eso: una dura aspiración. Asegurar un punto de partida igual para la mayoría ya no es la única garantía de movilidad social; son necesarias iniciativas que se enfoquen en resultados que disminuyan tangiblemente esas brechas.

Ahora que se vislumbran mejorías en el desempeño de la economía, el desafío de reducir la desigualdad debería ganar una posición primordial en la agenda social del nuevo gobierno. La invitación del informe del PNUD a prestarles atención a las capturas de las agencias estatales y a la politización de los programas sociales no puede caer en oídos sordos. Los avances que el país experimentó en los últimos años deberían extenderse a aquellos colombianos que, por diseños institucionales, corrupción o restricciones fiscales, hoy no son ni lo suficientemente ricos ni tan pobres para que sus voces sean escuchadas y sus intereses protegidos. A fin de cuentas, estos sectores cuentan con una base para romper más fácilmente la trampa de la desigualdad.

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