Hay pocas cosas tan claras como la receta para salir del círculo que
perpetúa la pobreza: incorporarse al primer mundo productor de alta tecnología,
haciendo parte en alguna forma de su entable productivo; impulsar el desarrollo
tecnológico, es decir la investigación en ciencia y tecnología para convertirla
en innovaciones productivas; atraer la inversión extranjera productiva mediante
estímulos fiscales y seguridades jurídicas; transferir tecnologías extranjeras
a necesidades nacionales; y educar a la población en competencias que le
permitan trabajar en estos nuevos oficios.
Pero en esa receta para la prosperidad hay algo que queda faltando que no es
de poca monta: el respeto por los valores de la sociedad que se embarca en
semejante aventura; por la persona humana que no sólo adquiere competencias
laborales y trabaja, sino que piensa, sueña, crea. El resultado final de un
proceso de transformación productiva es un producto cultural no económico, y su
éxito depende no sólo del aumento del nivel de ingreso per
cápita sino de la cohesión social, del fortalecimiento de la identidad
cultural, del enriquecimiento de la vida ciudadana, que se logre. Y eso también
tiene su receta: las humanidades y las artes.
Nadie habla de ellas como de un elemento esencial de la prosperidad, ni a
nadie se le ocurre conseguirles aunque sea un boleto de tercera clase en una de
las locomotoras del desarrollo. Su reino es el de la retórica, llenan los
discursos oficiales y privados, pero se les cierran las bolsas. Se apoyan
expresiones populares que rinden réditos políticos y vuelven la cultura un
carnaval, y se olvida que las humanidades y las artes, también requieren de
planeación, tiempo y recursos para que los talentos individuales florezcan en
una obra de arte, en un libro extraordinario, en un pensamiento original, en
una tonada inolvidable, o en una rentable empresa cultural. Se vuelven unas
huérfanas en refugios que son mirados con desconfianza, porque son ajenos a
fragor de las máquinas de la modernidad y a veces sólo se ocupan de ellas para
desnudarlas en su cruda verdad.
Y su principal refugio son las universidades públicas y las privadas de alta
calidad. Si para algo ha de servir la autonomía universitaria es para hacer
digno ese refugio, espiritualmente productivo ese asilo. Una manera de combatir
esa indiferencia estatal es utilizar la herramienta que le da el mismo Estado a
las universidades públicas de asignar autónomamente sus presupuestos, para
compensar el desequilibrio que existe en los recursos para inversión en
investigación entre las ciencias duras y la investigación aplicada, y las
humanidades y las artes. Todo el mundo entiende la necesidad de crear empleo
productivo, estable y bien remunerado, de llenar los estómagos de la gente, de
curar sus enfermedades, de darle un techo, y que la educación superior se una a
ese propósito. Pero una institución como la Universidad, así con mayúsculas,
sólo podría hacerlo mediante un compromiso con el desarrollo integral del ser
humano. Una Universidad que se olvida de las artes y las humanidades por
privilegiar las ciencias y las tecnologías, no es Universidad, porque en ese
equilibrio está su esencia, su razón de ser. Alguien está en el deber de
recordárselo a los redactores del proyecto de reforma de la educación superior
en Colombia, en cuyo extenso articulado el asunto ni siquiera se menciona.
Quizás un científico puro, que siempre es en el fondo un filósofo, pueda ser la
persona indicada.