La indolencia con
que la mayoría de congresistas colombianos ha asumido el debate a la reforma de
salud, es reveladora. Su ausentismo ha puesto en riesgo el trámite de la ley y
es lamentable ver cómo solo reaccionan con los riendazos
de Palacio que llegan acompañados de puestos y prebendas. Son débiles y
permeables a la mermelada de los lobistas que
atropellan decididos a no dejarse quitar ni una migaja de las billonarias tajadas del negocio de la salud.
Queda claro que aunque lo que está en juego es finalmente la vida de la
gente, lo que se decide es qué hacer y de dónde sacar la plata, la mayoría de
la cual se queda en los atajos de los intermediarios del negocio que piensan en
todo menos en mejorar la atención del paciente y las condiciones en que los
médicos deben prestar el servicio.
Los grandes ausentes en el debate son el médico y el paciente, cuya
relación de armonía y satisfacción es finalmente el rasero de un sistema que
funcione bien. Es esa la relación que se ha deteriorado y que mantiene cargados
de frustración a los médicos y de rabia e impotencia a los pacientes. En una
sala de espera no se oyen más que quejas contra la EPS, contra los médicos,
contra el hospital o la clínica, contra todos los factores que intervienen
desde que la persona se siente mal, enferma. Pero además de malestar y rabia se
respira en esos ambientes algo peor: miedo.
Si la Ley no crea un escenario para que esa relación
médico-paciente-hospital se transforme, no se ha hecho nada, por más miles de
millones que se inviertan.
De ahí que cobre tanta fuerza el texto que escribió
el Dr. Salomón Schachter y que interpreta el sentimiento generalizado de médicos
colombianos y de los distintos países latinoamericanos que, por cuenta de la
manera como quedó montado el sistema de salud, ven desmoronarse el sentido de
su profesión. El texto es una lamentación pero también una denuncia con carga
de profundidad. Dice así:
Solía ser médico. Ahora soy prestador de salud.
Solía practicar
la medicina. Ahora trabajo en un sistema gerenciado
de salud.
Solía tener pacientes. Ahora tengo una lista de clientes.
Solía diagnosticar. Ahora me aprueban una consulta por vez.
Solía efectuar tratamientos. Ahora espero autorización para proveer servicios.
Solía tener una práctica exitosa colmada de pacientes. Ahora estoy repleto de
papeles.
Solía emplear mi tiempo para escuchar a mis pacientes. Ahora debo utilizarlo
para justificarme ante los auditores.
Solía tener sentimientos. Ahora solo tengo funciones.
Solía ser médico. Ahora no sé lo que soy.
Esta frustración, dramática si se piensa que se trata de la más humana
de las profesiones, se refleja directamente sobre los pacientes. Quienes la
viven con el agravante de que la perversidad del sistema que recae en presión
sobre los médicos puede conducir a errores o malas prácticas que pone en riesgo
sus vidas.