Opinión: Nuestra salud y Salud-Mía

Las encuestas sobre felicidad arrojan un resultado irrefutable: lo único que importa más a los ciudadanos que sus ingresos y empleo es su salud. Y es apenas obvio. ¿Qué saca uno con tener mucha plata si no tiene salud para disfrutarla? Por ello, un buen funcionamiento del sistema de salud es una pieza crucial del buen gobierno.

En Colombia se avanzó mucho con la hoy vilipendiada Ley 100. El seguro de salud se extendió casi a la totalidad de la población. Pasó de cubrir el 24 por ciento de los ciudadanos en 1993 al 90 hoy en día. La mejoría fue especialmente importante para los más pobres, cuya cobertura se elevó del 4 por ciento en 1993 al 87 en el 2013.

¿Por qué es necesario, entonces, reformar el sistema de salud? Porque sufre una crisis financiera creciente, que está amenazando lo que se ha logrado, y porque la calidad de la atención aún deja mucho que desear. Hay que celebrar que el Gobierno le ponga finalmente el pecho al problema, pues se dejaron pasar nueve años sin hacer mayor cosa. Pero es importante tener claras las causas de la crisis, para juzgar si la reforma propuesta por el Gobierno permitiría resolverla.

La crisis financiera fue consecuencia de problemas de diseño y manejo de la Ley 100 y, en no poca monta, de decisiones de la Corte Constitucional. En cuanto a los primeros: 1) al financiar el seguro con base en contribuciones de los trabajadores formales, se promovió la informalidad y con ello se destruyó la sostenibilidad financiera del seguro (este problema fue en buena parte resuelto en la pasada reforma tributaria); 2) dejó en manos de los municipios el seguro de salud subsidiado y en muchos de ellos se robaron la plata; 3) no impidió la integración vertical, con lo que algunas EPS (empresas de aseguramiento) usaron los recursos del sistema para dedicarse a comprar clínicas, lo que limitó la sana competencia en la prestación de los servicios de salud; 4) el manejo de fondos a través del Fosyga resultó muy lento y poco transparente.

Pero el golpe de gracia lo dio la Corte Constitucional. Al convertir el derecho a la salud en un derecho fundamental, amparado por la tutela, los jueces, primero, y luego los comités técnicos se dedicaron a ordenar el pago de toda suerte de tratamientos y medicamentos costosos que no estaban cubiertos por el seguro. Estos pagos, los llamados recobros no POS, crecieron exponencialmente y reventaron el sistema. En medio de la fiesta de los recobros se cometieron toda suerte de irregularidades. El camino del infierno estuvo empedrado con las buenas intenciones de la Corte.

Las exclusiones de Mi-Plan, el nuevo POS, no resolverían este problema. Por ello, la reforma propuesta debe complementarse con una ley estatutaria, la cual, como ha indicado la propia Corte, regule el derecho a la salud en tal forma que se le ponga coto al desangre causado por sus propias sentencias. Esta es una tarea muy difícil en lo político, pero inaplazable.

En lo que hace a la Ley 100, el Gobierno propone un nuevo sistema, sin competencia en el aseguramiento, con limitaciones a la integración vertical y con un rol muy importante de las entidades territoriales. El proyecto es complejo y coherente, pero tiene riesgos graves. Por ejemplo, ¿cómo garantizar que Salud-Mía, que recibirá todos los recursos del sistema y pagará directamente a los hospitales y clínicas, no se convierta en un nuevo Fosyga o Colpensiones? ¿Cómo evitar que las múltiples funciones otorgadas a departamentos y municipios y, en especial, la autorización de constituir gestores públicos o mixtos de salud resulten en nuevos atracos políticos a la salud de los colombianos? ¿Es suficiente la prohibición parcial de integración vertical? Estos y otros temas requieren un detenido análisis de la opinión, el Congreso y las autoridades.

Guillermo Perry