En una Santa
Marta no muy lejana en las fechas, pero sí en el tiempo, en pleno 2007, a las
puertas de todos los hospitales un hombre moría de cáncer. Moría de la peor
manera. Se le estaba pudriendo el brazo en vida, y como no tenía ni EPS, ni
cédula, ni papeles, la orden era sacarlo de urgencias porque olía a picho.
-Saca esa pichera de aquí, decían los celadores
cada vez que lo veían.
Y el hombre se salía, todo apenado. La enfermera que me contó el cuento me
pidió no ser identificada. Hablábamos en voz baja mientras yo lanzaba gritos de
un dolor imaginario en urgencias.
-Era como un animalito -me dijo ella-. Ni se quejaba, hablaba en voz muy
baja y rogaba con sus ojos para que lo atendieran en urgencias -continuó, con
una mueca de qué se le va a hacer-. Pero, ajá, se le
pudrió la mano y se murió.
Uno podría pensar que esas cosas les pasan solamente a los pobres.
Justamente por pobres. Porque el premio por nacer pobre en este país es una
patada en ya saben dónde. Pero qué va, el defecto es de marca, como dirían en
la misma Costa.
En esa señorial Cartagena del siglo XXI, cometí el error de troncharme un
pie en enero. Troncharse un pie es un accidente que tiene un trámite inventado,
más o menos fácil y de rápida ejecución. Pero, no 'hombe',
qué va, eso es una vaina seria. Me encontré con Joselito
Carnaval disfrazado de ortopedista, con el que poco faltó para que nos liáramos
a trompadas. Llegué con medicina prepagada al centro clínico Bocagrande a las 2, y casi salgo enyesado del pie que no
era, a las 6. El caso de Joselito es una cosa de no
creer. Tan fuera de serie fue el trato que Joselito
me dio, que llegué a pensar que era víctima de El peor día de su vida o un
También caerás. Si me esmerara un poco, podría hacerlos reír a reventar, porque
de ese talante fue aquello.
Pero quiero salirme hoy del folclorismo y de esa
manera de ser colombianos que se ufana de ser 'la cagada', con una risita
sardónica pintadita entre los dientes. Recuerdos tengo hartos: un casi ahogado
en el antiguo hospital Santa Marta (hablo de 1993) tosía desesperado en una
camilla hasta que logró escupir. Y un enfermero regordete y grande le dijo, a
los gritos, que no escupiera en el piso.
-Me estoy ahogando.
-Uno se puede estar ahogando, pero no ser puerco. Puerco, ripostó el enfermero, que bien podría ser el protagonista
de Britannia Hospital, aquella película en donde la
gente se moría en los pasillos mientras médicos y enfermeras jugaban sus bazas
en acaloradas partidas de póquer, porque estaban en huelga.
Pero aquí no hay huelga, la salud en la Costa funciona de esa manera tan
macabra.
No han pasado quince días desde que murió Julio en la encopetada Clínica del
Prado, en Santa Marta. Julio tenía medicina prepagada y un enfisema pulmonar.
Hacía muy poco se había trasteado a esa ciudad y todo iba bien, por el buen
camino. Hasta que llegó el síndrome del desparpajo, ese del ajá,
y lo mató.
Llegó a la clínica con una fiebre leve. A las nueve de la noche comenzó con
taquicardia y algo de ahogo. Y entonces hizo su flamante aparición Caribbean Hospital: la máquina para electrocardiogramas
estaba dañada; y la otra máquina a la que estaba
conectado, esa que mide constantemente pulso, tensión y oxigenación de la
sangre, también: la información de la pantalla se desvanecía y cuando
reaparecía lo hacía con datos errados. Julio se ahogaba y nadie hacía nada. Una
médica apareció a la media hora y, a pesar de encontrarlo con la tensión muy
baja y el pulso acelerado, no lo remitió a cuidados intensivos. Porque no había
cupo (ajá).
Cuando decidieron pasarlo a cuidados intensivos, ya estaba muerto.
-Estaba muerto cuando lo pasaron a la camilla, dice Olga, su esposa, sin
entender cómo rayos puede pasar una cosa así en pleno siglo XXI.
Yo tampoco. Y creo que nadie.
A tu salud, Caribe, porque no la tienes.