Segunda parte: Huyendo de la
tentación
No sólo las
balas matan en Cali. Cada vez más, el alcohol es detonante de su mortalidad
incontable. ¿Cuántas vidas ahogan las botellas? Informe sobrio sobre cifras que
dan resaca.
2005
Año en el
que murieron en Colombia 989 jóvenes entre los 13 y 24 años, en accidentes de
tránsito ocasionados por el alcohol. Otros 8.396 quedaron heridos.
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13años es la
edad de edad de inicio de consumo de alcohol en Colombia.
Archivo/ Pais
Diego A. se
ha intentado suicidar tres veces. Lo cuenta y enseguida muestra sus muñecas. Se
ven las cicatrices ya borrosas que le quedaron del día que se cortó las venas
con una cuchilla.
También se
intentó quitar la vida tomándose de un solo envión y con licor las cajas
completas de los medicamentos que le había recetado el psiquiatra para combatir
su enfermedad: alcoholismo. Lo salvó la empleada de servicio de su casa.
Diego A.
explica que la razón para tales actos es la depresión que genera en un
alcohólico una recaída. Después de pasar tiempo, un año, dos, sin tomar licor,
después de recuperar a la esposa, a los padres, al cariño de una hija, volver
a caer, emborracharse durante días, significa, justamente, perder de nuevo eso
que tanto se quiere recuperar. La depresión, la culpa, se hacen insoportables y
entonces se piensa inevitablemente en la muerte.
Diego A. y
su historia certifican un dato: la adicción al alcohol es la responsable de la
tercera parte de los suicidios en todo el mundo. Por eso, dice, estar contando
lo que ha sido su vida es un milagro.
En este
momento está caminando por la Avenida Sexta de Cali. Es miércoles y debe
recorrer la ciudad para cobrar facturas y entregar mercancías de su negocio de
venta de accesorios para fotocopiadoras. Diego A. parece un hombre feliz. Y hay
razones para estarlo: 26 de sus 48 años de vida se los pasó encadenado a una
botella de licor. La adicción lo llevó a robar en la casa de sus padres,
encuellar a su esposa para quitarle la plata de los servicios, perder el cariño
de su hija, vivir en la calle.
Pero en los
últimos cinco años no se ha tomado una sola copa. Diego A. es un hombre que
grita: de esta enfermedad se puede escapar si se busca ayuda.
El pasado 26
de marzo hizo una gran fiesta con comida, con gaseosa. Ese fue su quinto
aniversario de abstemio y lo celebró más que su cumpleaños.
Mantenerse
sobrio por 1.825 días continuos lo ha logrado repitiéndose cada mañana la misma
frase: “hoy no voy a tomar”. No se sabe mañana, pero hoy no. La pelea con el
alcoholismo es así: se libra cada 24 horas y por eso los alcohólicos anónimos
lo dicen como un credo: “somos hombres de un día”.
Ahora Diego
A. va como pasajero en un carro sobre la Calle Quinta. De pronto se queda
mirando una valla publicitaria que anuncia una cerveza. Se ve, la cerveza,
deliciosa, helada. Seguro un sorbo, uno sólo, se convertiría en un placer
inigualable a esta hora, 11:00 del día, que hace un calor capaz de llenar su
frente de gotas de sudor.
Diego A.
cuenta enseguida que casi todos los días le pasa eso de encontrarse con
publicidades tentadoras. Esta vez va en un carro, pero por lo regular él
sale en su moto a entregar tintas al mediodía, cuando en Cali hace una
temperatura de 30 grados y fuera de eso debe soportar el casco sobre su cabeza.
En momentos así, aparece frente a su vista una bendita valla.
Y en su
interior se empieza a librar una batalla feroz. Algo, “el disco duro del
pasado”, le sugiere: Tómate una cervecita. Sólo una. Mirá
el calor que está haciendo.
Pero Diego
A. se abstiene. Porque, también le pasa, a las dos cuadras de la valla siempre
se encuentra con un cuadro idéntico a lo que fue su pasado: un hombre durmiendo
en un parque o escarbando basura, buscando algo de comer.
Ahora el
carro se detiene, justamente, en un parque. Es el que está ubicado frente a la
Iglesia El Templete, al sur de Cali. Diego A. vivió ahí durante 6 años.
Y pensar que
es miembro de una familia de estrato 5 de Cali y que llegó a iniciar estudios
en tres de las universidades más prestigiosas de la ciudad. El alcoholismo,
advierte, no hace distinciones sociales, no conoce de estratos. En Cali, por
cierto, según una investigación del Centro para el Desarrollo y Evaluación de
Políticas y Tecnología en Salud Pública, Cedetes, los
estratos 4 y 6 es donde se registran mayores niveles de consumo de alcohol.
Diego A.
camina por el parque. Busca la banca que fue su cama. Ya no está, pero él
cuenta que a nadie dejaba sentar ahí. Después se para bajo un árbol y se queda
en silencio. Sus ojos se le humedecen. En este parque, confiesa, casi mata a su
mejor amigo. Borracho y con un cuchillo.
Por 500
pesos. El amigo no murió, pero Diego A no olvida sus ojos pidiéndole ayuda
mientras se desangraba. El alcohol, se sabe, es un generador de violencia.
Diego A.
sigue en el parque. Se ven carros estacionados. Cuando vivió aquí se dedicó a
cuidarlos, a los carros. Cuidarlos es un decir: a muchos les robó la llanta de
repuesto, las herramientas, el gato.
Buscaba
plata para licor, porque nunca compró comida. Llegó a comprar alcohol
antiséptico, por lo barato. Con una botella hacía dos. Le revolvía agua o
gaseosa. A esa combinación le dicen ‘chamber’: puede
causar ceguera, intoxicación, la muerte.
El fondo de
su enfermedad, sin embargo, no fueron los seis años que vivió en este parque.
El fondo lo tocó en el centro de Cali. Diego A., una vez, vendió su moto para
tener dinero y comprar trago y drogas. Se fue para el centro, donde existen
unos aposentos, “como hoteles”, antros en donde los adictos se encierran a
consumir. Son cuartos sucios, sin ventanas, con una cama destartalada. Nada
más. No hay televisor, radio. El ruido, para quienes están en trance, puede
generarles crisis de pánico.
Diego A. estuvo
en un cuarto de esos durante cinco días emborrachándose, drogándose. Cuando se
le acabó la plata, dos millones de pesos, entregó su ropa a cambio de cinco
dosis de droga, cigarrillos y una caja de fósforos. También le pasaron una
bolsa con ropa vieja para que tuviera con qué irse. Diego A no revisó la bolsa,
no se percató que lo único que podía ofrecerle el jíbaro era ropa de mujer y
chanclas rosadas, ambas para el pie derecho.
Diego A.
salió de ahí en la madrugada vestido así. A las dos cuadras se encontró a un
borracho tirado en la calle. Cogió una botella de vidrio, la partió y con ese
pico le robó la ropa. Ese, dice ahora mientras va hacia la Universidad
Santiago, fue su fondo. Prometió recuperarse y pidió ayuda a su familia. Diego
A. fue aceptado de nuevo en casa de sus padres.
Ahora entra
a la Universidad. Cuenta que al principio, cuando empezó su negocio de
accesorios para fotocopiadoras, no lo dejaban ingresar. Aún tenía un aspecto
demacrado por los años de calle. Hoy pesa 80 kilos, (llegó a pesar 42) lleva
una camisa azul por dentro de su jean, zapatos negros recién lustrados. Diego A
es un hombre renovado.
En la
Universidad cobra unos dineros. Afuera hace una reflexión. Es mediodía y los
estudiantes están con sus morrales, sus computadores, estudiando. En la noche
estarán en los bares cercanos. Se les verá, a muchos, borrachos. Diego A.
asegura que el alcoholismo es una causa de deserción de las universidades. Lo
dice por experiencia propia.
Y un
documento de la Corporación Nuevos Rumbos indica que “los estudiantes de las
Escuelas Secundarias que usan alcohol u otras drogas, tienen cinco veces más de
probabilidad de abandonar la escuela que los no consumidores”
Ahora Diego
A. llega a su casa. Descansará, almorzará, en la tarde saldrá a hacer otras
diligencias. En la noche asistirá a Alcohólicos Anónimos. Ir al grupo, dice, es
la píldora esencial para mantenerse lejos del alcohol. Llegar ahí es recargar
una fuerza: la voluntad.
La alegría
de un día sobrio la disfruta, sobre todo, en la noche. Piensa en que sumó otra
victoria. Para él. Para su familia, también, en especial para su madre. Porque
su mamá está en tratamiento médico. Primero por lo que fue su pasado. Y ahora
porque su hermano está repitiendo la historia. Lo echaron de la casa por su adicción
al alcohol.
El
alcoholismo, entonces, afecta tanto al que lo padece como a la familia. Esa
certeza también mantiene a Diego A. lejos del licor. Es cuando repite: “Hoy no
voy a tomar. Hoy no”.
María I. Gutiérrez, directora de Cisalva, da ejemplos de ‘zanahorias’ efectivas.
No estamos diciendo que el licor sea malo. No se trata de no consumir, sino de consumir de manera responsable. Porque el tema del alcohol es una cadena que empieza desde cuando la persona consigue el trago. De otra parte, ya se ha visto que en eventos especiales como el Día de la Madre las estadísticas de muertes relacionadas con alcohol se disparan. Si hay una restricción de horarios, hay menos riesgos.
Aquí en Colombia el problema es que el licor financia la salud, las rentas
de los Municipios, los Departamentos...
Pero un mandatario no puede privilegiar el dinero entrante a la ciudad en
contra de los mismos ciudadanos que lo han elegido. No es que no consumamos. El
problema es el exceso.
En Londres fue una política nacional. Al principio hubo muchas protestas pero ellos evidenciaron los cambios en todo el tema de los lesionados que dejaron de llegar a los hospitales, por eso mantuvieron la medida. Ahora en Brasil la tolerancia del consumo de alcohol es cero. Hace dos años, desde que se generó la norma, las lesiones de tránsito bajaron en un 42%.
Claro. Y de hecho se han ido endureciendo las medidas. Sería bueno se asumiera el principio de cero tolerancia con los conductores alicorados. Y también tiene que haber conciencia, una respuesta cultural, educación desde la casa.
En las Alcaldías de Mockus y Peñalosa tenían mediciones parecidas a las de acá. Esa información, allá, la utilizaron para aplicar la Ley Zanahoria y sumar otras medidas y estrategias como el consumo responsable, que permitieron bajar la tasa de homicidios de 80 por cada 100.000 habitantes, a 18; eso en 12 años. Ahí hay una evidencia de lo que se puede hacer.
Pues me resulta complicado si no pasa algo. Ahora depende de la inteligencia de los candidatos a la Alcaldía, que piensen realmente en los caleños y no en ellos. Debemos ver qué tanto compromiso tiene ese candidato con los intereses de la ciudad.