Editorial: ¿Una lucha sin remedio?

Lamentable tener que reconocerlo, pero en la discusión que ha rodeado la propuesta del Ministerio de Salud de reglamentar los registros de medicamentos biotecnológicos han predominado, por encima de los argumentos científicos y sanitarios, intereses económicos que ni siquiera han sido abiertamente expuestos.

Estos fármacos están en la cúspide de la pirámide terapéutica. Tanto en su fabricación como en su acción se requiere la participación activa de organismos vivos, como bacterias y células, lo que les confiere un alto nivel de especificidad y, teóricamente, una mayor eficacia en el manejo de enfermedades que van desde las inflamatorias y degenerativas, como la artritis reumatoidea y la esclerosis múltiple, hasta diferentes tipos de cáncer.

Dichas características han convertido a estos fármacos en una herramienta valiosa, pero costosa. En Colombia representan unos 800 millones de dólares de los 5.000 millones de dólares que se mueven por este concepto al año en el país. Como son medicamentos distintos de los existentes, su irrupción planteó serios retos para las agencias regulatorias encargadas de autorizar la comercialización de fármacos en el mundo, entre ellos si era posible otorgar patentes a sus fabricantes, toda vez que se elaboran con organismos vivos.

Pero en nuestro país el punto de discordia es si laboratorios distintos a los que los inventaron están en capacidad de reproducirlos con la misma seguridad y eficacia. En otras palabras, si estos biotecnológicos pueden tener "genéricos" o biocompetidores. Los laboratorios multinacionales, dueños de los registros originales, dicen que es imposible copiarlos exactamente; la industria nacional sostiene que sí puede producirlos, con las mismas características.

Los primeros, la mayoría agremiados en Afidro, afirman que de permitirse la producción de biocompetidores se pondría en riesgo la salud de quienes los usen; los segundos, reunidos en Asinfar, desmienten lo dicho por las multinacionales, a las que acusan de querer mantener un monopolio que encarece exageradamente los medicamentos en el país.

En este estado de cosas, el Ministerio de Salud presentó una propuesta de reglamentación que busca cerrar la brecha entre ambas posiciones. Por un lado, permitiría la producción de biocompetidores, lo que generó la protesta de las multinacionales. Y por otro, exige el cumplimiento de requisitos científicos y técnicos a quienes quieran fabricarlos. Aun así, la polarización no ha hecho más que crecer. Una y otra industria han alinderado en sus bandos a médicos, sociedades científicas, organizaciones de pacientes y hasta a la Iglesia.

La verdad, hoy ni las multinacionales han demostrado, al tenor de la evidencia, que los biocompetidores sean tan peligrosos como dicen, ni la industria nacional ha probado, con estudios serios, que lo que ellos hacen es tan efectivo como los originales. En eso, en el mundo aún no hay acuerdo.

Lo grave es que la discusión, que puede tener consecuencias devastadoras para el sistema de salud, se ahondará porque el país no cuenta con un árbitro que tenga la última palabra en el tema, con base en argumentos científicos. El Invima, responsable natural de esta tarea, hoy es una entidad frágil, cuestionada y con poca credibilidad. Así, la intención del Ministerio, aunque conceptualmente va por el camino correcto, no tiene una agencia regulatoria capaz de hacer prevalecer los principios sanitarios sobre otros.

Mientras eso ocurra, y los actores involucrados en la discusión no manifiesten abiertamente sus conflictos de intereses, Colombia no contará, independientemente de quién los haga, con estos medicamentos a precios justos y disponibles para todos. Como siempre, los damnificados vuelven a ser los pacientes.

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