Cuatro muertos y decenas de lesionados en Palmira y el centro del Valle,
algunos con problemas tan graves como la pérdida de la visión o daños
cerebrales irreversibles, es el saldo que la pasada semana dejó el consumo de
licor adulterado. Y aunque pueda ser fácil adjudicarle la culpa al Estado por
no perseguir la mortal industria paralela, es necesario llegar al fondo del
problema social y cultural que se esconde detrás de él.
Desde la perspectiva penal, lo que ocurrió en Palmira dio para descubrir una
trama de falsificadores con ramificaciones en otros municipios del centro del
Valle. Al parecer, son verdaderas organizaciones montadas para lucrarse de la
venta de aguardiente y licores que son producidos por la Industria Licorera del
Departamento. Con ello se desfalca además el impuesto que recibe el Valle, en
proporciones aún imposibles de calcular. Y la consecuencia es el daño
irreparable que se ocasiona a sus consumidores, quienes por unos pesos de menos
arriesgan su salud.
Pero el fenómeno tiene otras implicaciones cuando la Asociación Colombiana
de la Industria de Licores afirma que una de cada cuatro botellas de licor que
se venden en Colombia es adulterada. Allí se descubre el tamaño del negocio
mortal que es empujado por la corrupción que hay en el manejo de los licores.
Pero también emerge la irresponsabilidad del Estado al basar los ingresos
departamentales en la venta de alcohol sin asumir la obligación de educar a la
juventud en los peligros que acarrea su consumo, o en establecer los controles
que se requieran para evitar su expendio indiscriminado.
Entonces lo que hay es una verdadera epidemia. Y no puede decirse que es
causada por el alto costo del aguardiente, porque sería como elevarlo a la
categoría de un bien de primera necesidad, a la par
con los alimentos. Antes que eso está la propensión a consumir licor para toda
ocasión, sin reparar en el límite pero buscando las economías del caso. Una
costumbre perversa que además de producir los muertos de Palmira, está detrás
de la violencia callejera y la intolerancia que deja decenas de muertos en las
calles de Cali y de toda Colombia.
En ese orden de ideas, el país tiene que cuestionarse si ya no es tiempo de
acabar con la tolerancia al consumo de alcohol. Basta mirar las estadísticas
que revela la Policía sobre riñas y confrontaciones que dejan miles de muertos
y heridos. O las de los sistemas de salud, que muestran el impacto en la
juventud que se desperdicia a causa de costumbres sociales dañinas. Es difícil
de entender que las penas, los éxitos, las reuniones sociales o cualquier
actividad social en Colombia sea motivo para tomar trago. Y que sea más fácil
conseguir licor que comida.
Sin duda, al contrabando de licores hay que perseguirlo. Pero también es
necesario acabar con el Estado cantinero del Siglo XIX que vive de la renta del
licor, para tener un Estado pendiente de la salud de los colombianos y capaz de
inculcarles una cultura sana, como corresponde al Siglo XXI. Es la forma de
romper con el atraso, cuyas secuelas se viven a diario en los dramas que viven
las víctimas del licor adulterado.