Mientras los
grandes temas ocupan los titulares de los periódicos dando cuenta de los
escándalos de la justicia, los huecos fiscales, los legisladores prófugos, el
esfuerzo encomiable de las Farc por reelegir a la
derecha radical, el austero matrimonio de la hija del Procurador o las vacantes
en el gobierno distrital, hay cientos de educadores que en su rol de rectores
sostienen día a día el funcionamiento de los colegios públicos de todo el país.
Son
ellos y ellas los que, en última instancia, responden por el derecho a la
educación de millones de niños. De la buena marcha de un colegio depende que se
desarrollen las capacidades académicas de las nuevas generaciones, su
disposición a la convivencia, el gusto por la lectura, el interés por el bien
común y el cultivo de los mejores talentos. Un niño no abandona la escolaridad
porque tenga reparos con el Ministerio o la secretaría municipal, sino porque
tiene problemas con su colegio. O, al contrario, no tiene éxito por la
expedición de una ley, sino porque su institución no supo orientarlo a lo largo
de los años.
Ser
rector de un colegio no es, entonces, una responsabilidad trivial. Bajo su
tutela se desarrolla un proceso complejísimo de desarrollo humano, que
involucra a maestros, familias con historias de una diversidad inimaginable,
solución permanente de toda clase de conflictos, procesos pedagógicos tan
heterogéneos como requieren las diversas edades de los estudiantes y las
marcadas diferencias en sus formas de aprendizaje.
Llevo
muchos años conociendo sus inquietudes y sus admirables historias. Hace poco,
un grupo de Bogotá me invitó a conversar a partir de una situación concreta:
algunos de ellos recibieron amenazas muy serias que llegaban hasta a
conminarlos a abandonar sus instituciones. El sentimiento colectivo era que se
sentían solos. Surgió, entonces, la idea de reunirnos para compartir y tratar
de entender mejor el oficio, descifrar las claves que definen el éxito,
identificar la forma de mejorar a través de una actividad cooperativa que ellos
han llamado "rectores que aprenden de rectores".
El
ejercicio que hemos iniciado desde sus historias de vida, sus experiencias y
sus preocupaciones cotidianas va mostrando que el Estado tiene una enorme deuda
con la educación pública en relación con la formación apropiada de quienes
dirigen las instituciones educativas. Es verdad que se los "capacita"
-término desafortunado para los más capaces-, pero en general se hace a partir
de modelos muy poco pertinentes.
En
las capacitaciones escuchan profusas y sesudas conferencias de académicos, casi
nunca maestros, pero, en cambio, no los oyen ni se oyen entre ellos. Se los
convoca para darles instrucciones con cada cambio de administración, pero no se
los invita a participar en el diseño de las políticas que tendrán que poner en
marcha. Se les asigna colegio, sabe Dios de qué manera, y luego se los abandona
a su suerte.
A
muchos les va muy bien, aunque nadie pueda explicar si ello se debe a su
preparación académica, a que les tocó un colegio que ya venía organizado, a sus
características personales o a la divina Providencia. Pero a otros las cosas no
les funcionan como quisieran y la Administración no dispone de remedios, aunque
esta ausencia se lleve por delante a miles de niños y jóvenes. En numerosos
casos, estos servidores públicos deben sacar de su salario para pagar abogados
particulares que les ayuden con tutelas, investigaciones disciplinarias y
problemas fiscales: ahí están solos.
No
sería mala idea ocuparse en serio de la dirección escolar desde el Ministerio
de Educación, las secretarías territoriales y las facultades de educación, tan
proclives a la historia y tan precarias con las soluciones del futuro.