Cr—nica: Hospital Militar de Occidente,
testigo de una guerra sin fin
En el
Hospital Militar, donde se concentra el balance de una guerra que ambos mandos se empe–an en mantener: paraplŽjicos, cuadraplŽjicos, ciegos, sordos, con la arteria femoral destrozada, algunos con problemas de insania mental y otros con tendencias suicidas.
Zumban como abejorros gigantes. Raspan el aire. Las hŽlices braman y surcan el sur de Cali. El pulso se acelera
y el coraz—n se encoge.
Es tarde en la noche cuando los Black Hawk inician su recorrido
en las monta–as del Cauca para dirigirse a los farallones de Cali, con su carga tr‡gica de soldados mutilados, desfigurados o muertos en esta absurda guerra
que parece no tener fin.
Pierden altura.
Se dirigen a la Fundaci—n
Valle del Lili, donde las salas de cirug’a
est‡n listas para atenderlos o al Batall—n N‡poles, que ya tiene
en su cancha de aterrizaje camillas y elementos de primeros auxilios.
En
cuatro a–os los pilotos han
volado aproximadamente 90
mil horas. Los Black Hawk dinamitan las madrigueras
de la guerrilla, pero tambiŽn
salvan vidas de los dos bandos. Las Fuerzas Militares cuentan con cerca de 30 helic—pteros que cumplen oficios
dis’miles como la inserci—n de tropas con soga r‡pida, en r‡pel, extracci—n de unidades del campo de combate en soga, extinci—n de incendios, lanzamiento de paracaidistas a gran altura y a baja altura.
Es la guerra diaria que los habitantes de Cali ignoramos o pretendemos ignorar. Por eso decidimos entrar al coraz—n mismo de la herida: al Hospital Militar
Regional de Occidente, ubicado
en el Batall—n N‡poles, para ser testigos
directos de ese
combate contra la muerte.
Esta es la historia:
El Batall—n N‡poles. Cali. Una ciudadela dentro de la ciudad.
Miles de hombres y mujeres la viven. Generales, coroneles, oficiales y suboficiales, soldados profesionales, bachilleres, regulares, campesinos, oficiales pensionados, sus familias, forman
el conjunto humano de ese microcosmos. Al transitar por la Calle Quinta nadie se imagina la din‡mica de este territorio.
Hacia el fondo,
el Hospital Militar, donde
se concentra el balance de una
guerra que ambos mandos se empe–an en mantener: paraplŽjicos, cuadraplŽjicos, ciegos, sordos, con la arteria femoral destrozada, algunos con problemas de insania mental y otros con tendencias suicidas.
Desde 1990 al 2012 se han recibido
m‡s de 50 amputados. Son las v’ctimas de los cilindros rellenos de dinamita o de minas que deshacen en un segundo
extremidades. En rehabilitaci—n hay seis hombres mutilados por minas quiebrapatas y trampas.
ŇPara desminar este
pa’s, tardar’amos por lo menos 35 a–osÓ, afirma el Coronel Juan
Carlos ArŽvalo, director del Hospital, desde enero del 2011.
En las entra–as de
la herida
La coronel Marta Mateus nos espera en la puerta del quir—fano. M‡s de 20 a–os como mŽdico
especializada en cirug’as reconstructivas, y acostumbrada a
enfrentarse con el dolor humano
a diario, a recibir cuerpos mutilados, no han logrado borrar
ni su calor
humano ni su sonrisa. ŇEl coraz—n nunca se endurece. Soy una colombiana orgullosa de mi EjŽrcito y mi pa’s, y cuando ayudo en la recuperaci—n de un soldado herido me siento realizada como mujer y como
profesionalÓ.
Llega la hora de ponerse la ropa esterilizada. Tapabocas, protectores de zapatos
y cabeza. El quir—fano impecable. Dos salas de cirug’a con todos los equipos. En una de ellas,
un joven moreno de unos 22 a–os ya
est‡ listo para la intervenci—n. Anestesia raqu’dea. Sus ojos adormecidos nos miran con dulzura.
En combate con la guerrilla, en una
de esas fr’as monta–as caucanas, le destrozaron el fŽmur que fue reconstru’do,
pero restos de munici—n le formaron una f’stula, que
debe drenarse, pues le est‡
destruyendo el hueso.
El equipo mŽdico funciona con precisi—n de reloj. Una incisi—n profunda
en la pierna derecha nos lleva hasta las entra–as de su herida. Este muchacho es el s’mbolo de muchos j—venes colombianos que se enfrentan con la muerte, la mutilaci—n de sus sue–os, las
explosiones que fragmentan sus cuerpos y sus almas, porque su misi—n
es combatir un enemigo que perdi—
el norte y la ideolog’a.
Finalizada la intervenci—n quirśrgica, nos dirigimos a la sala de recuperaci—n. Es mediod’a.
Hora de almuerzo. En medio de una luz tenue
descubrimos cinco enfermos: piernas y ojos vendados, otro ni siquiera oye: una
explosi—n le da–— los t’mpanos. Todos devoran el almuerzo: Áes bandeja paisaÁ En la primera cama est‡
el soldado regular Dany
Esteban Mosquera Posś.
ŇEstaba de centinela en Villa Rica, cerca a Mondomo, y a eso de las 12:30 de la noche sent’ el impacto de un proyectil en la pierna. No supe quiŽn fue.
DisparŽ mi
arma y ca’ al piso. Afortunadamente no
me alcanz— el hueso, solo tejido blando. Aun no se cu‡nto me dar‡n de incapacidad. Todav’a no se
si quiero seguir, pero si
toca, vuelvoÓ, dice mientras da cuenta de un chicharr—n.
M‡s adelante est‡ Carlos Mario Tello, de Arboletes, Antioquia. En un encuentro con las Farc en Suarez, Cauca, el pasado 5 de agosto, recibi— un tiro en la arteria femoral. ŇMe desmayŽ.
Al rato llego el helic—ptero a recogerme.Ó
La coronel Mateus anota que este intento por lograr la paz,
Ňes un muy buen primer paso para empezar a solucionar los dem‡s conflictos que azotan a Colombia: inequidad, pobreza, falta de oportunidades, problemas de salud, educaci—n. Estos son los m‡s profundos. Sin trabajar en ellos, la paz no podr‡ ser
duradera.Ó
Ya perdi— la cuenta de cuantos injertos, colgajos, reconstrucciones ha realizado... Un caso la marc—: fue en el Hospital Militar de Bogot‡, donde fue testigo de la llegada al quir—fano de un soldado al que le hab’an volado la cara. ŇA veces no puedo dejar de sentir coraje, tristeza, de ver impotente esas vidas acabadas prematuramente. Todo el seguimiento afectivo y sicol—gico no les devuelven jam‡s sus sue–os rotos. Es muy duro admitir la impotencia de no poder hacer m‡sÓ, nos dijo a manera de despedida.