Hay que revaluar el concepto de servicio en educación

abr. 13 de 2013

Por: Carlos Miñana Blasco,
Programa RED y Programa Interdisciplinario en Política Educativa (PIPE) Universidad Nacional de Colombia en Bogotá

El análisis económico que rige hoy la política educativa ignora que la educación no es un producto de manufactura. La educación es un servicio personal y, por lo tanto, debe prestarse con la colaboración y el compromiso del usuario.

En los últimos dos años, en el debate sobre la reforma de la educación superior, se ha resaltado la idea de derecho y, a veces, se ha asociado el concepto de servicio a su mercantilización y privatización.


Pareciera como si se hablara de “servicio” a costa de “derecho” y como si su inclusión en la Constitución hubiera sido una especie de “mico” legal o inciso para debilitarlo. Pero, por el contrario, los mismos constituyentes establecieron la educación como derecho y trataron de introducir el texto de “servicio público a cargo de la nación”.

Tal vez no se ha reflexionado lo suficiente sobre las implicaciones de que la educación sea pensada y considerada como un servicio. Si se la analiza según la economía y la gestión de los servicios, pierden fundamento la mayoría de los conceptos desde los cuales se maneja a diario la política educativa en el país.

Ya que el análisis económico es el que rige hoy la política del sector, cabe hacer un breve ejercicio con herramientas teóricas más adecuadas, pues la educación no es un producto de manufactura.

Para empezar, los servicios personales no pueden prestarse sin la colaboración y el compromiso del usuario; es decir, literalmente son coproducidos por él. Los estudiantes –en el marco de la teoría económica y la mercadotecnia de servicios– no son el producto por transformar (alumnos formados), sino que son los usuarios 
coproductores: un estudiante no se forma si no pone de su parte.

Para que un servicio se personalice –algo fundamental en su calidad– el productor y el usuario deben colaborar. Los profesores, más que productores, son cousuarios, que también aprenden (se transforman). Además, la necesidad que el servicio debe satisfacer no está previamente establecida, sino que se revela en la interacción entre docentes y estudiantes. 

Superar los simplismos 

Dado lo anterior, la relación pedagógica no es unidireccional, por cuanto los docentes no son solo “recursos humanos”. Ellos son agentes con autonomía y flexibilidad, tanto para entender, definir y configurar el servicio como para desarrollarlo; pues gozan de “libertad de cátedra”, algo que ha caracterizado históricamente a las universidades.

La coproducción se da también entre pares y, como ha mostrado Judith Harris (1998), los estudiantes tal vez tienen mayor peso que los profesores en los procesos de formación. Más aún, la labor de algunos de ellos está institucionalizada en las universidades, como es el caso de los monitores y alumnos de posgrado que hacen las veces de profesores auxiliares.

Además, hay personal de apoyo que interviene, a veces casi que al mismo nivel de los docentes, como sucede con algunos coordinadores de aulas de informática, laboratoristas o bibliotecarios.

En los servicios personales, los insumos y los productos son difíciles de establecer y deben pensarse como procesos (Lovelock, 2007). Se caracterizan por sus diferentes grados de estandarización. Y La educación –según la literatura especializada en gestión– es tal vez el menos estandarizable; lo que hace sospechar de los simplismos de algunos indicadores y “estándares de calidad” actualmente en uso.

Estas consideraciones repercuten en la concepción de los procesos de formación, en la manera como se piensa la economía y la financiación del sector y en la forma como se concibe la prestación del “servicio” y su evaluación.

Pareciera que algunas personas e instituciones con poder de decisión y de influencia en la política pública no conocieran de pedagogía ni tampoco de la economía de los servicios.

Siguen pensando la educación con las lógicas de una producción de manufacturas, desde modelos input-output, tratando de hallar variables independientes. Siguen creyendo en fórmulas mágicas que ofrecen algunos mercaderes del “éxito”, sin considerar el papel de la coproducción y de los deseables procesos emergentes y no previsibles que tienen lugar en la prestación de este tipo de servicios. 

Un modelo nocivo 

La introducción del modelo de la nueva gestión pública (new public management) y de las políticas de focalización en la gestión de la educación superior, especialmente desde finales de los noventa, ha contribuido a enrarecer las relaciones de los Gobiernos con las universidades y a configurar un marco en el que todas las instituciones compiten entre sí, en lugar de colaborar para mejorar el país y la formación.

Según este modelo (Schröder, 2001), las universidades serían las ofertantes y habría competencia entre estatales y privadas (financiación de la demanda). A ellas no les correspondería definir los “qué” (dimensión estratégica, a cargo del Legislativo) ni los “productos”, sino únicamente los “cómo”.

Competirían entre sí para ampliar la oferta ante el Ministerio de Educación, que se desentendería de su responsabilidad de garantizar el servicio y su calidad. Su papel sería el de un contratante omnipotente que evalúa la calidad y contrata “empresas educativas” en un contexto de mercado.

Con esta lógica, se pensó el proyecto de reforma de la Ley 30 de 1992 presentado al Congreso como uno orientado no a asegurar el servicio ni a proveer los medios para que las universidades desarrollen su labor con autonomía, ni a hacer que el Ministerio esté del mismo lado de las instituciones de educación superior, sino como uno dirigido a regular y controlar a sus contratistas (las universidades).

Así, ante la presión y el poder del que maneja los recursos, las instituciones orientan su acción a complacerlo. Los estudiantes y docentes terminan reducidos a una especie de menores de edad que deben cumplir con las exigencias del Gobierno.

Entonces, se esfuma la magia de la coproducción, se desdibuja el usuario y su poder emergente, desaparece el usuario-ciudadano como sujeto de derechos y aparece en su lugar un “beneficiario”, un “usuario-dominado-administrado por el Estado”, una materia prima para transformar.

Si se va a pensar la educación desde la economía, vale la pena revaluar los conceptos de usuario y de servicio educativo y distanciarse del modelo de gestión del new public management y de las políticas de “focalización” destinadas a aquellos que no son considerados por la administración como usuarios o ciudadanos, sino como beneficiarios.

De otro modo, las universidades perderían su magia, su legado histórico, su autonomía, su capacidad creativa e innovadora y se convertirán en empresas prestadoras de un servicio para “beneficiarios” a los que no se les reconoce su poder como “usuarios” en la coproducción de su formación.



Edición:

UN Periódico Impreso No. 165