El Gobierno y la educación
superior
La
educación, quiérase o no, es el principal mecanismo para buscar la igualdad
económica y social.
Los problemas de la educación superior en el país son profundos. Su solución no
es trivial; enfrenta dilemas muy complejos.
El 50 por ciento de los estudiantes universitarios colombianos están
matriculados en universidades privadas. Pero para tener centros universitarios
privados de calidad, las matrículas deben ser altas, porque se requiere
contratar profesores de planta -con doctorados y maestrías- lo mismo que
construir una infraestructura apropiada de salones y laboratorios, y contar con
la tecnología que requieren la docencia y la investigación. Por eso, son pocas
en el país las universidades de buena calidad. Para lograr el mismo propósito,
las instituciones públicas, con el otro 50 por ciento de la matrícula, dependen
de transferencias del Presupuesto Nacional, no atadas al crecimiento de la
demanda. De tal manera que atender una demanda en expansión, con calidad, es costoso, tanto en el sector público como en el privado. Esto
implica que las matrículas en establecimientos bien reputados seguirán siendo
elevadas y que las transferencias del Gobierno a las públicas deben continuar
en ascenso para mantener, en el tiempo, la financiación del costo por
estudiante.
Ahora bien. La reforma abre la posibilidad de las alianzas público-privadas y
de las universidades con ánimo de lucro. Ocurre, sin embargo, que, en la
práctica, hay muchas universidades con ánimo de lucro en Colombia: empresas
familiares -de bajo costo y pésima calidad- que engañan a los estudiantes
porque estos no consiguen trabajos decentes. El Ministerio de Educación lo sabe
perfectamente y tradicionalmente se ha hecho el de la vista gorda. Si la
inversión extranjera entrara al país, las comprara y las mejorara, ciñéndose a
la regulación y la vigilancia de un ministerio con capacidad de intervención,
bienvenida la universidad con ánimo de lucro. Lo mismo podría decirse de la
inversión privada en institutos técnicos y tecnológicos; cualquier cosa sería
mejor que lo que ya hay, como me decía en estos días un rector amigo.
La expansión futura de la oferta de educación superior, no obstante, no puede
hacerse con base en universidades con ánimo de lucro. Si así ocurriera, no
habría oferta de educación en artes liberales, humanidades, ciencias básicas y
ciencias sociales, que tienen una demanda limitada. Este resultado tendría
consecuencias devastadoras para la consolidación de una sociedad cosmopolita,
como lo describe Martha Nussbaum, una de las
intelectuales más influyentes del mundo, en su nuevo libro -Sin fines de lucro,
Por qué la democracia necesita de las humanidades-. Solo una formación en artes
y humanidades -señala Nussbaum- permite a una
sociedad y a los ciudadanos formar una identidad moral, formar el carácter y
fomentar la creatividad, todos ellos pilares fundamentales de una democracia
sana.
El impacto positivo que genera una educación superior de calidad y que se
refleja en aumentos en productividad, innovación, mayor equidad social y la
consolidación de una sociedad verdaderamente democrática, impone al Gobierno
una responsabilidad enorme. En el fondo, entonces, hay un problema de
asignación de recursos públicos a la educación superior frente a otras
prioridades nacionales. Pero mal haría el gobierno del presidente Santos en
restar apoyo presupuestal a las universidades públicas. Por el contrario, una
manera de enfrentar el profundo desequilibrio regional en la oferta de
educación superior sería fortalecer la universidad regional pública y exigirle
cumplir con estrictos parámetros de calidad.
La educación, quiérase o no, es el principal mecanismo conocido para buscar la
igualdad económica y social de los seres humanos.