El bienestar de una población depende, en buena medida, del equilibrio entre
las políticas y los programas orientados a preservar la salud individual y la
colectiva. Aunque es valioso que los sistemas de salud garanticen la atención
de las enfermedades específicas de cada persona, nada se gana si carecen de
planes efectivos para controlar riesgos y prevenir males que pueden afectar a
poblaciones enteras.
Si hay algo que ponga a prueba ese equilibrio es la aparición y permanencia
de patologías transmisibles o diseminadas por vectores. En este grupo
clasifican el mal de Chagas y el dengue, que en las
últimas semanas han mostrado un preocupante crecimiento. Las zonas rurales y semirrurales ubicadas en regiones por debajo de los
El Chagas, una enfermedad causada por el parásito
Tripanosoma cruzi, es transmitido por un insecto
conocido como pito, que habita en esas regiones.
El mal puede afectar severamente el tracto digestivo y el corazón e,
incluso, causar la muerte de los afectados. De acuerdo con cálculos del
Instituto Nacional de Salud (INS), cerca del 10 por ciento de la población está
en riesgo de adquirirlo, y el 5 por ciento de los pobladores de la región
oriental (unos 700.000) ya están infectados; se estima que la cuarta parte de
ese total puede desarrollar afecciones cardiacas graves.
El dengue, producido por un virus transmitido por la picadura del mosquito
Aedes aegypti, tampoco da tregua. En lo que va
corrido del año se han registrado en Colombia 90.360 casos (20.000 más que los
confirmados en todo el 2009). Siete mil de los contabilizados (incluido un
centenar de fallecimientos) corresponden a la variante hemorrágica, que es la
más grave.
Que ambas enfermedades estén creciendo en América Latina no puede usarse
para justificar el alto número de episodios en el país. De hecho, desnuda, de
nuevo, la fragilidad de la salud pública nacional, cuyo manejo debería ser
prioridad del Estado, incluso en un esquema de descentralización. Hoy, pese a
los esfuerzos del INS, este componente, que depende de la acción conjunta y
coordinada de todas las instancias operativas del sector, sigue desarticulado.
Los gobernadores y alcaldes, que son los responsables de esta área en sus
regiones, están, con pocas excepciones, desentendidos del tema.
Si eso ocurre con los mandatarios y los sistemas locales de salud, no se
puede esperar algo distinto de la ciudadanía que, en general, sigue sin
percibir la gravedad de la situación y sin asumir el papel que le corresponde
en el control de enfermedades de esta clase.
Las políticas y acciones de salud pública también han sido puestas a prueba
por la tuberculosis, la rabia y la gripa AH1N1, entre otras, con resultados
poco halagüeños. En eso hay que ser claros: mientras no se supere la dicotomía
entre la salud individual y la colectiva, que ha marcado al actual sistema, el
país seguirá en desventaja ante las epidemias.
El problema, vale decirlo, no se resuelve sólo con más recursos, sino con la
puesta en marcha de transformaciones de fondo que incluyan el diseño de
programas efectivos, en cabeza de responsables directos, a través de modelos
que aseguren este tipo de riesgos, tal como se hace con la salud individual.
En dicho proceso, la veeduría permanente de los sistemas de vigilancia, que
incluya sanciones ejemplares, es fundamental.
Es vital, ahora que se habla de reformas para el sector, que el tema se
aborde con toda seriedad, pues de eso depende el bienestar de toda la
población. Sólo cuando los indicadores de salud pública se muestren favorables,
el país podrá decir que, en esta materia, por fin va por buen camino.
"El crecimiento del mal de Chagas y del dengue
en el país está poniendo a prueba la fragilidad de las políticas de salud
pública"