Lo ocurrido en
la Universidad Nacional pone de relieve un tema central para el desarrollo del
país. El tumulto en torno al automóvil del rector, calificado rápidamente por
diversas autoridades como secuestro, incluso como intento de homicidio, se
originó mientras el Congreso discutía el presupuesto para el 2010.
Es evidente que la comunidad universitaria no puede permitirse
manifestaciones como esta, pues ellas son un bumerán que sólo sirve para que
las corrientes más conservadoras del país -cada vez más numerosas y radicales-
se reafirmen en su intento de estigmatizar las universidades públicas como
nidos de terroristas. Cuando esta retahíla es ampliada por los medios de
comunicación, se va entronizando la idea de que todo lo privado es mejor y más
ordenado, y de que no es bueno entregar más recursos a esos sitios donde se
refugian los enemigos del sistema. También se da oportunidad para que el
Presidente reafirme su decisión de usar la mano dura.
Cuando las cosas se reposan, queda claro que el incidente, inapropiado desde
cualquier perspectiva, sólo sirvió para un ingreso extemporáneo del Esmad, la detención de algunas personas que pronto tuvieron
que ser puestas en libertad y el pronunciamiento enérgico del Gobierno. Por otra
parte, se dio mucho menos trascendencia a una manifestación muy numerosa y
pacífica de estudiantes y profesores de diversas universidades del país en la
plaza de Bolívar, que produjo resultados positivos en las decisiones presupuestales.
Entre las manifestaciones serias, con contenido y con razones, y aquellas
generadas por grupúsculos de agitadores, existen enormes diferencias. Las
primeras obedecen a la legitimidad de la protesta y la manifestación pública
que permite a la ciudadanía expresar sus inconformidades en el marco de la ley,
mientras las segundas generalmente consiguen incrementar el rechazo hacia los
procedimientos, con tal pugnacidad, que las razones que las animan terminan
siendo invisibles.
El problema no es, como muchos dicen, "la politización" de la
universidad, sino su despolitización. En las universidades, públicas y
privadas, hay facultades de derecho, de economía, de ciencia política... y no
abundan las manifestaciones en torno a los problemas más profundos de nuestra
sociedad. Los jóvenes no se pronuncian sobre la persistencia de la pobreza y la
brecha social que genera la mala distribución del ingreso. Buena parte de los
estudiantes que desertan (cerca del 50 por ciento) lo hace por razones
económicas. Tampoco se han visto manifestaciones recientes contra la corrupción
y la vinculación de altos funcionarios con la delincuencia. No se proyectan al
país discusiones sobre la integridad de la Constitución en relación con la
reelección. Es más fácil encontrar bochinches por el servicio de cafetería,
problemas administrativos institucionales o simplemente porque sí, porque es el
día de los encapuchados que promueven un alboroto, rompen muebles, destruyen
instalaciones y luego reclaman mayor presupuesto.
La universidad requiere muchos recursos: lo ha dicho la Ministra de
Educación. El aumento de cobertura no se puede hacer mediante mecanismos de
hacinamiento. La educación renta mucho más que las armas. Todo esto es cierto.
Ojalá existiera un impuesto de educación en vez de uno de guerra. Pero se debe
encontrar una contraparte de participación activa de todos los estudiantes,
buena administración universitaria y una expresión pública permanente de los
resultados del debate académico y de la investigación de muy alto nivel que se
realiza en nuestras universidades públicas.
La sociedad tiene que entender que la educación no es un gasto que se debe
dosificar al máximo, sino la única inversión que genera retorno permanente y
creciente a lo largo de décadas. Para que la educación produzca ciencia, innovación,
desarrollo y democracia real, es necesario disponer de los recursos que ella
requiere y es claro que hoy son insuficientes.
frcajiao@yahoo.com