Financiación, talón de Aquiles de la autonomía
Apr.
13 de 2013
Por:
Carlos Garzón,
Director Nacional de Planeación, Universidad Nacional de Colombia
Supeditar la financiación estatal a que las políticas de
las universidades coincidan con las de determinado Gobierno es ejercer un
control previo sobre sus decisiones académicas. Constituye, por tanto, una
violación de la autonomía.
El
concepto de autonomía universitaria se está usando más para
eludir responsabilidades que para definirlas con claridad. El análisis de estas
situaciones, unas recurrentes y otras nuevas, reclama desarrollos
jurisprudenciales que deberían ser introducidos con prontitud.
Son
varios los hechos que muestran que el Estado está faltando a su obligación de
garantizar el funcionamiento adecuado de las universidades públicas: la
pretensión de que los reclamos de los trabajadores respecto a salarios deban
ser atendidos por la Universidad Nacional de Colombia en virtud de su
autonomía; la distribución de los recursos flexibles entre instituciones sin
considerar sus demandas individuales ni su tamaño ni complejidad, que se suma a
la asignación inercial de los recursos previstos en el artículo 86 de la Ley 30
de 1992; y la propuesta del Banco Mundial de que los recursos incrementales se
asignen mediante el mecanismo de contratos-programa.
Así,
en reiteradas ocasiones, el Gobierno ha promovido el uso de indicadores de
gestión para distribuir parte del presupuesto, en especial cuando se destinan
recursos adicionales a los previstos en la Ley 30 de 1992. Y ahora plantea la
posibilidad de usar los contratos-programa como una posible forma de hacerlo.
Pero la Corte Constitucional (Sentencia C-926 de 2005) ha sido firme en señalar
lo siguiente:
“[...]
imponer a las universidades públicas –tal como lo pretende la norma acusada– el deber de concertar y acordar con el Gobierno
los criterios y el procedimiento de una redistribución de un porcentaje del
total de las transferencias, que no podrá exceder del 12%, es someterlas a una
especie de control presupuestal estricto que no puede ser aplicado a las
universidades estatales en razón de que por sus singulares objetivos y
funciones ello implicaría vulnerar su autonomía. Asimismo, [...] esos
procesos de concertación y acuerdo con el Gobierno implican que cada
universidad negocie asuntos inherentes a su autodeterminación, autogobierno y
autorregulación”.
“En
efecto, que la redistribución de un porcentaje del total de las transferencias
se base en resultados de gestión, ya sea administrativa, financiera o
académica, es facultar al Gobierno para entrar a premiar o a castigar a las
universidades públicas con recortes o incrementos de su presupuesto, lo que implica
variarles sus recursos ya asignados, desconocer su libertad para manejarlos y,
por contera, violar su autonomía universitaria”, continua.
En
ese sentido, precisa: “Sujetar la distribución del porcentaje a indicadores
de gestión que no se encuentran precisados por el legislador es una
forma a través de la cual el Gobierno […] puede interferir en decisiones que
corresponden al ámbito interno de las universidades estatales”.
Y
establece: “El Consejo Superior Universitario, como máximo órgano de dirección
y gobierno de las universidades y en el cual tiene participación el Gobierno, a
través del Ministro de Educación Nacional o su delegado, o del Gobernador o el
Alcalde –según sean nacionales, departamentales, distritales o municipales–, será el escenario propicio para realizar la
rendición de cuentas respectiva, así como para analizar y evaluar la gestión
alcanzada y el cumplimiento de las metas propuestas por el propio ente
universitario. Será cada ente el que maneje sus recursos y la distribución del
presupuesto, el cual, por demás, pertenece a cada universidad individualmente
considerada y no al conjunto de ellas”.
Contra
la transparencia
Sin
una garantía de financiación estatal sostenible, el concepto de autonomía
universitaria es una falacia legal. Aquella constituye su talón de
Aquiles.
El
Gobierno no está considerando con objetividad el fortalecimiento de la
investigación científica y tecnológica en las universidades al asignar el
presupuesto de funcionamiento. Además, centra la creación de condiciones para
su desarrollo en fondos concursables, a los cuales pueden acceder instituciones
públicas y privadas.
En
la coyuntura actual, los mecanismos financieros que hacen posible el acceso a
la educación superior de todas las personas aptas privilegian la financiación
de la demanda y no la de la oferta con nuevos recursos del presupuesto
nacional. Pero estos apoyos, en general, terminan financiando a las privadas.
Por
tal razón, una reforma de la Ley 30 requiere desarrollo normativo. Asimismo, es
indispensable un desarrollo del Estatuto Orgánico de Presupuesto para las
universidades públicas que incorpore las posibilidades que ofrecen tanto la
Constitución como el derecho privado, cuyo uso se los permite dicha ley.
La
inercia centrada en un mínimo vital, derivada de un uso inapropiado del
artículo 86 de la Ley, no permite hacer un análisis serio de la realidad
financiera de las instituciones (vigencia a vigencia) y no propicia un análisis
argumentado y profundo del presupuesto, lo que hace que, de entrada, no se
asegure la sostenibilidad de las instituciones públicas. No reconocer las
realidades económicas de las universidades va también en contra del principio
de transparencia.
La
investigación, fundamento de la autonomía académica y connatural al concepto de universidad,
requiere ser comprendida, financiada y estimulada por el Estado hasta tanto no
adquiera una dinámica nacional de impacto internacional y se constituya en
factor esencial del desarrollo económico y social.
Este
criterio va en contravía de la política actual de distribuir estos recursos
dividiendo el presupuesto flexible disponible entre el número de universidades
que conforman el sistema, con el argumento simplista de que de esta forma se
propicia la equidad interregional.
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