El barco-hospital que alivia los males que aquejan al Pacífico

Oscar Riascos tiene 8 años, los ojos vidriosos y se jacta de decir que atraviesa el río Sanquianga a brazadas, sólo sostenido por un tronco de balso, en contracorriente. Cuesta creerle, pero a alguien que tiene los brazos largos de nadador le cabe el riesgo.

Pero aquel viernes el chico no se veía poderoso. Llegó a regañadientes, empujado por su madre Fidelina al barco-hospital San Raffaele, adolorido porque su ombligo se inflaba como una bomba, por culpa de una hernia que no lo dejaba jugar al fútbol ni abrazar a nado el agua del río que hay en Bocas de Satinga.

Vi a Óscar aburrido antes de la operación al interior del barco. De sus ojos salían lágrimas pesadas que parecían taladrar su rostro. No soltaba a su madre, como si ella fuera un tronco de balso. Se quitó la ropa tan despacio que sintió el regaño del enfermero y se acomodó en una silla con la cabeza colgada.

“Desde que nació ha tenido ese ombligo inflado”, dijo su madre. Mientras él aguardaba, su hermana permanecía en el quirófano por una hernia. A Óscar le corregirían lo mismo, pero sus nervios, junto con su silencio que luego terminó en llanto, se hacían notar. Al rato su hermana salía salva, recuperada.

Entonces, apareció el auxiliar de enfermería, le dijo a Óscar que todo sería muy rápido y lo llevó al quirófano. El niño se fue resignado, con el miedo que se lleva cuando se enfrenta lo desconocido. Fidelina, entre tanto, pasaba a una sala contigua a mimar a su hija mayor, atontada por la anestesia.

Un rato después Óscar salió adolorido, pero fue el que más rápido se recuperó. Fueron 20 minutos. Quería irse. Su madre lo llevaba de un brazo. Al barco llegaron por él para luego dejarlo en el muelle. “No vayan a tomar nada extraño”, les dijo el médico.

Por las bocas de Satinga

Marea a la baja. El barco San Raffaele flota en un astillero escondido entre los esteros de Buenaventura. El calor abrasa. Son las 12:00 del día y todo está listo para zarpar. Esperan 20 días de travesía por la incierta Costa Pacífica. Atracamos en la zona de aguadulce, en el Puerto, hasta las 6:00 p.m. La marea aún no se alza para así prender motores que nos llevarán, por ahora, a Bocas de Satinga, en Nariño. Al cierre del día, La Bocana estará a la vista y todos a bordo pasaremos el mareo hasta la media noche en la proa, con la brisa menuda y salada del Pacífico.

Satinga espera. A la madrugada sabremos que hemos pasado por Gorgona y al mediodía, con la marea baja, veremos los esteros tupidos del Pacífico y los manglares que recreó Hernando Tejada, tan iguales, tan pintorescos. Pero nada más porque vamos en mar abierto en busca de un país que mostrará el agua de un río, de un mar.

Ríos caudalosos, difíciles, ‘autopistas’ con chalupas de balso, esteros, muchos esteros, algunas casas en medio de la nada, sin gente, sin lancha y veredas al lado del mar con minúsculas playas que recuerdan tiempos medievales de la conquista americana. Y todos en la proa viendo lo desconocido, con ese viento pegajoso.

Hasta que el San Raffaele se atasca. “¡Encallamos, pilas, encallamos!”, dicen los marinos. Reversa el buque. Del río brota la arena oscura. El motor ruge. Sólo hay 3 brasadas de profundidad. Se necesitan cuatro para seguir. Son 45 minutos atrapados. Seguro que no era la ruta. Un nativo lo confirma: “Esta es otra ruta, pero pueden ir por aquí”. Vamos por allí.

Cae la tarde. El barco se mete en medio de un río sin nombre. Entonces, vemos casas, niños desnudos en los muelles saludando, lanchas rápidas que bajan su marcha para ver la embarcación y allá, muy allá, Bocas de Satinga, la antena de comunicaciones la delata. Ya son 20 horas. El mar es oscuro.

El acorazado San Raffaele

El barco-hospital San Raffaele tiene la pinta de un acorazado blindado, pero lejos está de un artillado que prepara una guerra. Las batallas que esta nave libra son en favor de la salud de miles de personas que no tienen una atención médica adecuada en el más extremo de los parajes colombianos: la costa Pacífica.

Sin temor navega por las aguas oscuras del Pacífico y los ríos caudalosos prestando ayuda médica como lo que es: un barco-hospital que atiende como un centro de salud de nivel uno: consulta y odontología médica general, pediatría, ginecología, laboratorio clínico y cirugías ambulatorias que duran un parpadeo.

Hasta la semana pasada que viajó a Bocas de Satinga, Nariño, a bordo del Raffaele se habían realizado más de 17.000 procedimientos médicos entre ecografías, citologías, odontología, consultas y asesorías médicas, beneficiando cuatro departamentos, 16 municipios, 14 corregimientos y cientos de veredas escondidas en la manigua.

Y a bordo de esta travesía que recuerda La Conquista, noveles médicos murmuraban entre sí para calmar las ansias de una lejanía que aterra. “Uno no se imagina que esto exista, pero miren: todo el mundo anda en su barquito. Seguro que estamos en busca de un país”, dice un residente.

Pero allí van la docena de especialistas, entre médicos que apenas buscan un rural, un ginecólogo que jamás volverá a ver tantas embarazadas en su vida, un par de enfermeras que no se imaginan la dureza del trabajo que enfrentarán y una odontóloga que sacará adelante cirugías así le toque prestar sus dientes.

Para hacer todo eso posible se necesitarán 10.000 galones de agua, 2.600 galones de gasolina para reanimar un motor de 550 caballos de potencia, dos plantas eléctricas de 60 y 100 kilovatios y marchar surcando aguas a 8 nudos (14 kms/h), algo así como la velocidad de un maratonista, pero sin gotas de sudor.

Édgar, Juan Manuel, René, Lucy, Marteloto y otro par de tripulantes harán del viaje más que una aventura. “Hay que alimentarlos para que funcionen”, dice Marco Álvarez, el chef del barco quien dice llevar 200 libras de arroz para 105 platos diarios entre desayuno, almuerzo y cena.

Trabajar 13 horas

¿Vale la pena pasar 20 días en altamar metido 24 horas en un barco sin poder salir; trabajar más de 13 horas diarias sin pago, dormir en un camarote y levantarse a la madrugada con algo de frío para bañarse en 10 minutos? Al parecer, sí.

A bordo la mayoría de médicos son voluntarios y soportan estas condiciones. Hay cuatro médicos, tres enfermeras, dos instrumentadoras y una odontóloga. De resto, si no son de la Fundación Italocolombiana Monte Tabor que coordina el barco, son especialistas que contratan.

Rodrigo Ante, sociólogo de la Fundación, que acompaña el barco desde que comenzó operaciones, hace dos años, explica que la embarcación es una respuesta a las situaciones precarias de salud de la gente del Pacífico.

“Es llevar esperanza a los que viven en estas zonas y la respuesta ha sido increíble”, cuenta Ante, quien recuerda que muchos pacientes le agradecen con misas, cartas, abrazos y alimentos. “Sólo cumplimos la misión de atenderlos”, dice mientras se toma un jarabe para expulsar una alergia que adquirió en el Pacífico.

Entre tanto, Raquel Valencia, la jefe enfermera del barco y quien socializa a la comunidad de la venida del barco días antes y da la bienvenida a los médicos, dice que tiene pacientes que prefieren esperar el barco a ir a una consulta en el centro de salud, en este caso de Bocas de Satinga.

“No les importa que vuelva a los dos meses. Prefieren el barco y puede ser por la atención, por la novedad, porque se atiende mejor... no sé. Pero aquí vienen”, dice Raquel, cuyas horas de sueño diario se reducen a cuatro horas, por el trajín que lleva.

Por su parte, a la anestesióloga María Teresa García, quien viene de Bogotá, siempre la ha sorprendido la pobreza de la gente del Pacífico, cuyas riquezas dice, están en su propio entorno. “Me da pesar que las IPS y EPS tengan olvidada esta zona donde abundan las necesidades”.

Para suplir esas necesidades estos voluntarios se levantan a las 4:30 a.m. de los camarotes estrechos, se van a la ducha y en segundos suben a cubierta. Antes de la 7:00 a.m. desayunan. A esa hora llega la lancha con los primeros pacientes. A ellos, sin duda, no hay que dejarlos esperando. En el barco se trabaja 13 horas continuas.

¡A Óscar hay que sacarlo de aquí!

Al otro día, bajo la mañana nublada, Óscar regresa con la queja del dolor. “¿Qué le pasó”, dijo un auxiliar.
El auxiliar de enfermería recibe a Óscar. Fidelina, la madre, dice que no se quejó del dolor intestinal sino hasta ahora. Vuelve al quirófano.
Hay preocupación. Es peritonitis. “¡A Óscar hay que sacarlo de aquí!”, dice un interno. “Se puede morir”.

Pasa la noche en el barco. Un médico interno, de la Universidad del Cauca, lo acompañará durante la velada. Su madre no está. ¿Y por qué? A las 6:00 a.m. del domingo llega una lancha. Óscar se levanta quejándose. Se calma cuando llega su madre, una madre angustiada.

De Satinga a Guapi hay dos horas en lancha. Una eternidad, pero vamos en camino. El ginecólogo Gustavo Delvasto atiende la emergencia. Iremos a Cali, por Guapi, en avión. Óscar no sabe qué es un avión, me dice. No sabe qué es una peritonitis. Volamos juntos a Cali.

Aterriza el turbohélice Dornier DO-328 de Satena. Lo esperan. Lo recoge una ambulancia, junto a su madre. Le han dejado de pasar suero y se lo llevan camino al Hospital Universitario del Valle. Nadie supo nada más. Pero el niño sigue vivo.