¿La educación como negocio?
Jorge Orlando Melo
La
idea de universidades que fabriquen profesionales como haciendo salchichas
choca a casi todos los que se mueven en ese campo.
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Las
normas de la ley reafirman las políticas de calidad ya vigente, que son lo
importante.
No es fácil entender por qué el Gobierno, al presentar el nuevo proyecto de ley
de educación superior, destacó la idea de que haya universidades privadas que
funcionen como negocios. En un país que definió por medio siglo su política
universitaria a partir de la crítica al "profesionalismo", la idea de
universidades que fabriquen profesionales como haciendo salchichas choca a casi
todos los que se mueven en ese campo, incluso si creen que muchas instituciones
actuales mantienen lo de "sin ánimo de lucro" como un piadoso
disfraz, mientras explotan las ganas de la gente de conseguir un cartón para
levantar un trabajo (o, como diría la ley, dando mal ejemplo en el uso del
lenguaje, de acceder a un título que muestre que se han dado al "individuo
opciones de movilidad y (...) las competencias necesarias para insertarse
competitivamente en ámbitos socioocupacionales").
En medio de los lamentos por la privatización de la universidad pública (que,
como señaló el rector de
En efecto, si se aplica, el presupuesto para la universidad pública seguiría
subiendo muy rápido, contra lo que han dicho casi todos los comentaristas. Si
la economía crece, como parece posible, cerca del 5 por ciento anual, el gasto
real del Gobierno en la universidad pública aumentaría casi 20 por ciento en
cuatro años, en un momento en que debe controlarse el déficit y hay muchos
gastos inesperados por los desastres recientes.
En cuanto que haya universidades que funcionen como negocio, en el que los
particulares inviertan sus capitales para conseguir ganancias, sería útil y
viable si se orientara a la formación laboral, al entrenamiento de las personas
en las habilidades que las empresas requieren. Pero pensar que va a haber
buenas instituciones de educación superior con inversionistas preocupados por
la tasa de ganancia es ingenuo.
Esas empresas se basan en cobrar mucho y gastar poco, pagando profesores por
horas (¡la propuesta dice que deberán pagar 26.780 pesos por hora cátedra, al
menos!). Y cuando funcionan, es porque el Estado inventa mecanismos, sobre todo
de crédito, para financiarlas con recursos de todos. Los estudiantes se
reclutan con promesas inciertas de buen empleo y se les presta plata para
matrículas caras por cursillos virtuales más o menos imaginarios, con base en
crédito público. En Estados Unidos, los atrasos en el pago de estas deudas
están amenazando convertir el crédito para estudiar en otra forma de crédito
tóxico: así como las empresas financieras llenaron a los pobres de créditos
impagables de vivienda, ahora tratan de endeudar a los pobres ilusionándolos
con un título, con aval del Gobierno. Si esta política tiene algún riesgo de
ponerse en práctica, es importante que haya una regulación pública muy fuerte,
para evitar problemas parecidos a los que ha habido con la prestación de salud
y mantener un control real de la veracidad de lo que se entrega a los clientes,
en un área en la que todos los engaños son posibles.
Fuera del tema subrayado por el Gobierno, las normas de la ley reafirman las
políticas de calidad ya vigente (exámenes de Estado, evaluaciones, etc.), que
son lo importante; repiten los buenos deseos sobre la importancia de la
investigación; caen en las retóricas de moda (internacionalización,
prosperidad, etc.), y corrigen o mejoran las normas de la ley actual, sin
cambios dramáticos. No es una gran ley, pero es un buen punto de partida para
una discusión que vale la pena tomar en serio.