Algunos consideran que los problemas de la salud son tan
graves que precisan de soluciones inmediatas en el marco de los actuales
tiempos legislativos, que, en el caso de una ley estatutaria, no van más allá
de las próximas dos semanas.
Todos reconocen que el
sistema de salud requiere una reforma estructural y profunda y que es este el
momento de sacarla adelante. Aunque eso parecen entenderlo con claridad el
Gobierno, el Congreso y todos los actores del sector, que reflejan al país
entero, todavía falta claridad sobre cómo hacerlo en el tiempo que hay y sobre cómo
darles cabida a las diversas discusiones que se generan en torno a un asunto
tan serio.
Algunos consideran que los
problemas de la salud son tan graves que precisan de soluciones inmediatas en
el marco de los actuales tiempos legislativos, que, en el caso de una ley
estatutaria, no van más allá de las próximas dos semanas.
Otros manifiestan, no
obstante, que el debate requiere un plazo más amplio, que permita la mayor
participación posible, mediante audiencias, como ha ocurrido con el abordaje de
la ley ordinaria.
Sin embargo, lo de los plazos
y los tiempos resulta ser lo de menos si se compara con las cuestiones que
encierra una situación que afecta a 46 millones de colombianos y que hoy tiene
polarizado al país. No es exagerado decir que el justo medio que se requiere en
este caso es un protagonista que hace rato desapareció del escenario. Si bien
la salud es un derecho fundamental, reconocido por las altas cortes, hay
quienes afirman que es necesario hacerlo explícito en una ley que toque la
Constitución, dado que se viola de manera sistemática.
Aunque nadie pone en duda que
es responsabilidad del Estado, el alcance del mismo también genera posiciones
encontradas. Algunos plantean que el bienestar y la salud como derecho están
por encima de cualquier condicionante económico, pero otros piensan que ningún
país del mundo, por pudiente que sea, puede promover la expectativa de los
beneficios ilimitados.
El manejo de los jugosos
recursos del sector, que hoy bordean, de acuerdo con algunas fuentes
autorizadas, los 39 billones de pesos anuales (y que dentro del sistema tienen
el carácter de públicos), ha generado un enfrentamiento con fuertes visos
ideológicos.
De un lado están quienes
sostienen que veinte años de despilfarro y malos manejos del sector privado justifican
la centralización de estos dineros en un fondo único de recaudo y de pago, bajo
responsabilidad del Estado. En el otro se alinderan aquellos que piensan que
dejarlos en manos del sector público alimentará la politiquería, la burocracia
y la corrupción.
Este pulso toca directamente
la participación o no del sector privado en la cadena de operadores de la
salud; eso es innegable. Precisamente, tal aspecto avivó los debates en el seno
de las comisiones primeras de Senado y Cámara esta semana, durante el trámite
de la ley estatutaria.
Lo que subyace a dicha
preocupación es el futuro de las EPS dentro del sistema. Con una altísima carga
ideológica, que prácticamente se traduce en consignas, algunos parlamentarios
reclaman su desaparición absoluta, lo cual contrasta con posturas esgrimidas
por el propio Gobierno, que ve necesario un cambio en la esencia de tales
entidades asignándoles nuevas reglas y tareas y la imposibilidad de gestionar
dineros públicos.
También ha vuelto a la
palestra el papel de la descentralización y la capacidad de los entes
territoriales para manejar de manera autónoma la salud. En este sentido,
algunos consideran que la debilidad institucional y las asimetrías evidentes en
el proceso son un factor de riesgo, pues le achacan gran parte de la crisis a
la captura del sector, en muchas regiones, por políticos, corruptos y grupos
armados de toda índole. Pero sería injusto desconocer las experiencias
positivas en algunas regiones, que abonan los debates en torno a una
distribución regional que compense los desequilibrios.
Lo anterior evidencia el
hecho de que reformar la salud es tan urgente como trascendental para Colombia.
Pero el país no puede darse el lujo de cometer de nuevo el craso error de
hacerlo de manera atropellada y solo con la intención de buscar remedios para
problemas coyunturales.
Después de muchas dudas, el
Gobierno y el Congreso decidieron jugarse a fondo por un nuevo y definitivo
proceso a través de dos vías: la primera es una ley estatutaria, que espera su
aprobación definitiva en plenaria; si bien proporciona las reglas de juego y
los principios que fundamentarán el modelo de salud, no puede caer en el
absolutismo ni en el desborde de expectativas que la conviertan en un saludo a
la bandera.
El segundo camino es una ley
ordinaria, que empieza su trámite en las comisiones séptimas. Está muy claro
que este será el verdadero tinglado en el que tendrán que definirse, con
acierto, la garantía del derecho, los compromisos de todos los actores, el
manejo efectivo y transparente de los recursos, la participación de la gente y
la forma como se medirá y evaluará el sistema, sin temor de rescatar lo mejor
de lo público y lo privado
Es ahora o nunca. El tiempo
de asumir la tarea se acabó, y cumplirla será difícil si se permite que la
polarización, los tintes ideológicos convertidos en consignas y los intereses
particulares den otra vez al traste con el esfuerzo de darle una respuesta
efectiva al más sentido reclamo: tener por fin un sistema de salud organizado,
sostenible, realista y capaz de tratar con acierto y dignidad a todos los
colombianos.