De no lograrse una verdadera transformación, tanto la nueva
ley estatutaria de salud como la ordinaria, que hace tránsito, no pasarán de
ser otro remiendo.
Desde que fue
radicado, el proyecto de ley estatutaria que reforma el sistema de salud tuvo
que afrontar un accidentado trámite, signado por toda suerte de obstáculos,
promovidos por grandes interesados en que el sector siga como hasta ahora.
No es exagerado
decir que el texto, que regula el derecho fundamental a la salud y proporciona
principios y reglas de juego, fue aprobado contra viento y marea, tras superar
la amenaza constante del ausentismo parlamentario (que por momentos hizo ver
hundida la iniciativa), sospechosas declaraciones de impedimentos de última
hora y presiones de todo tipo.
El país cuenta ahora
con una ley cuya constitucionalidad deberá ser puntualizada por la Corte y cuya
esencia tendrá que ser aterrizada por una ley ordinaria, cuya discusión se
desarrollará durante la próxima legislatura.
Lo que aporta la nueva norma no es poca cosa: por primera vez en dos décadas de
pobre funcionamiento del ramo, un precepto de jerarquía superior, que toca la
Constitución, deja explícito que la salud es un derecho fundamental autónomo a
cargo del Estado, y que en torno a este principio debe armonizarse todo
proceso.
Vale la pena anotar
que numerosas expectativas e interpretaciones se generan a partir de dicho
enunciado. Por un lado está la concepción de que se trata de un derecho sin
límites, y por el otro, la necesidad de que, sin afectar el bienestar, se
establezcan fronteras necesarias y lógicas que eviten los abusos, los desbordes
y la quiebra del sector.
Encontrar el justo
medio es ahora el reto, y eso empieza por hacer un profundo análisis de los
beneficios basados en exclusiones explícitas que, para la salud individual y
colectiva, define la nueva ley. Esto, que se traduce en la desaparición del
vetusto POS, no debe significar la feria del gasto ilimitado e irracional, sino
la puesta en escena de sigilosos y rigurosos mecanismos de autorregulación y
control de médicos, usuarios y todos los actores del sector.
No hay reforma ni
modelo que aguanten la actual dinámica de saqueo y despilfarro, por distintas
vías, de los recursos públicos de la salud. Recuperar el papel de inspección,
vigilancia y control del Estado, que también enuncia la ley, es vital en tal
propósito.
Los demás
principios, entre los que están la integralidad, la disponibilidad, la
accesibilidad, la portabilidad, la calidad, la oportunidad y el pro homine (que siempre favorece
al usuario), deben quedar debidamente reflejados y materializados en el sistema.
Es este el momento
en que el país tiene que empezar a pensar, de una vez por todas, en los
pacientes y en los usuarios y en ponerles límites definitivos a los abusos
contra ellos. Aun cuando no es perfecta, la reforma en ciernes ya proporciona
algunas herramientas claves para concretar dicho fin.
El Gobierno, el
Legislativo, las altas cortes, los entes de control, los gremios y demás
actores públicos y privados tienen en sus manos la responsabilidad histórica de
lograr que haya cambios progresivos y realistas, que no dejen estos enunciados
en el papel.
En ese orden de
ideas, la norma también permite que se le haga seguimiento al sistema mediante
indicadores de bienestar, por encima de los económicos, como hasta ahora.
De no lograrse una
verdadera transformación, tanto la nueva ley estatutaria como la ordinaria, que
hace tránsito, no pasarán de ser otro remiendo que, aunque cueste creerlo,
puede empeorar uno de los más sensibles problemas que hoy tiene el país: la
salud.