Por: JORGE ORLANDO MELO |
Como el desarrollo científico ha sido en otras partes causa
del crecimiento, el país ha estimulado la investigación científica en las
universidades, pero es una ciencia que tiene poco que ver con la realidad del
país.
El desarrollo
económico del mundo, desde el siglo XVIII, se debe en gran parte al avance de
la ciencia y la tecnología. En los países que vivieron la Revolución
Industrial, la relación entre investigación científica y técnica fue muy
estrecha, aunque cambió poco a poco. Las innovaciones prácticas las hacían los
artesanos hábiles, pero en el último siglo la ciencia ha sido el motor
fundamental: los grandes descubrimientos de la física o la química son los que
transforman todos los días la producción.
Colombia
tuvo, hasta mediados del siglo XX, la obsesión de los "conocimientos
útiles", que resultaron, más que de los sabios, de artesanos imaginativos.
No eran muchos, pero inventaron o adaptaron pequeñas máquinas, usadas en las
industrias locales. La lista de patentes que publicó el sociólogo Alberto Mayor
es una divertida mezcla de invenciones fantasiosas y prácticos inventos.
Algunos aficionados eran muy creativos, aunque la debilidad de la economía
local limitó su impacto. Gonzalo Mejía inventó, hacia 1913, un hidroplano mejor
que lo que había en el mundo en ese momento: en 1916 este bote de motor de
avión avanzaba a más de 50 km por hora por el río
Magdalena. Carlos de la Cuesta patentó en 1894 en Medellín "un tranvía de
cables para transporte aéreo", es decir, el metrocable:
¡un hombre innovador para una ciudad innovadora! Fueron años de fervor
industrial y técnico, de muchos inventos y aplicaciones reales.
En los años
recientes, el avance del país se ha apoyado en lo que descubren otros: las
drogas, los abonos, las máquinas, los teléfonos y tabletas con los que hablamos
han sido inventados fuera. Nos aprovechamos, como buenos parásitos, de la
ciencia y la técnica universal, sin tener que gastar en desarrollarla, pero al
mismo tiempo sin adaptarla para lograr resultados óptimos.
Como el
desarrollo científico ha sido en otras partes causa del crecimiento, el país ha
estimulado la investigación científica en las universidades, pero es una
ciencia que tiene poco que ver con la realidad del país. Suponemos que sirve
para el desarrollo, pero no lo sabemos.
Ahora, por
principio, las universidades han puesto la investigación científica como parte
de su "misión" y su "visión", y han definido medidas para
calificar sus aportes. Estas mediciones, como la ciencia que practicamos, tiene
que ver poco con los problemas del país (con excepción de áreas como la
economía o las ciencias sociales, que aplican modelos externos a situaciones
locales, o la zoología y la botánica, que describen nuestra naturaleza),
cuentan ante todo gestos y movimientos: es un registro notarial de artículos,
patentes o grupos de investigadores, pero sin que se sepa si lo que se publica
o investiga sirve para algo, si hemos aportado nuevos conocimientos a la
ciencia, si algo patentado funcionó.
Si en el
siglo XIX, la distancia entre los científicos, matemáticos e ingenieros y la
tecnología de los artesanos era muy grande, ahora el abismo entre las
disquisiciones científicas y el país es inmenso. Sigue habiendo inventores empíricos,
como los de las máquinas para dorar los bordes de las arepas, que se producen
en Sogamoso y Tunja y se usan en toda la altiplanicie oriental, y la
creatividad aplicada se ve en áreas más populares y menos científicas, como la
moda, el diseño o la cocina. Pero pocas universidades pueden decir que su
investigación sirve para algo distinto de alimentarse a sí misma. Las
publicaciones son útiles porque se citan; los proyectos de investigación,
porque forman nuevos investigadores que harán en el futuro proyectos parecidos.
La investigación no produce conocimientos sino artículos e informes, congresos
que convocan congresos, escalafones de revistas y de universidades.
El rito de la
ciencia, adorada por todos, domina, aunque en la vida real no pase nada.