Aun carácter indomable, una gran disciplina, una tolerancia enorme al
sufrimiento y una extraordinaria fortaleza mental se sumaron varias estrategias
que le permitieron salir de la prisión con la voluntad intacta para liberar a
su pueblo de la injusticia y la indignidad. Nelson Mandela
tenía 71 años y había pasado casi 28 años, diez mil días para ser exactos, en
cruel confinamiento.
Se trazó unos objetivos desde el comienzo que siempre fueron superiores a
cualquiera de las enormes privaciones o a los planes urdidos por las
autoridades para humillarlo.
Siempre tuvo la certeza de que su libertad y la de su pueblo llegarían algún
día a pesar de la cadena perpetua a la que había sido condenado.
Logró sobrevivir merced a la creación de una vida propia en prisión que pudo
mantener cada uno de los días de su cautiverio.
La rutina, la gran aliada de las autoridades para desmoralizarlo e ir
doblegando sus principios, la contrarrestó merced a una férrea disciplina.
Gracias a ella pudo preservar y crecer sus convicciones personales y ser
consistentemente fiel a sus ideales no sólo ante las autoridades sino
-principalmente-en secreto consigo mismo.
En lo físico realizaba un plan de ejercicio cotidiano que incluía 45 minutos
de trote estacionario en la mañana, cien “push-ups” en la punta de los dedos, doscientas sentadillas, cincuenta flexiones de rodillas y otros
ejercicios calisténicos.
Más allá del aislamiento de la celda sin ventanas en donde a duras penas
cabía un camastro, la pésima y escasa alimentación, la tortura psicológica y el
maltrato de guardas sádicos, estaban los terribles trabajos físicos forzados.
Los contactos con su esposa estaban limitados a una visita vigilada,
realizada a través de una pared con un pequeño vidrio con agujeros a través de
los cuales a duras penas se podía ver y escuchar a la otra persona. La tal
visita se llevaba a cabo con guardias a cada lado de la pared divisoria; duraba
media hora y ocurría cada seis meses.
El contenido de la conversación estaba censurado y limitado a ciertos
tópicos. Si se llegaba a mencionar un nombre que no fuera de la familia o si a
juicio arbitrario de los guardianes había la menor queja, el castigo consistía
en esperar doce, no seis meses para la siguiente visita.
Comprendió exactamente lo que tenía que hacer para sobrevivir. Para ello era
indispensable saber los objetivos del enemigo antes de desarrollar una
estrategia para combatirlo. Y en las raras ocasiones donde la comunicación era
posible, comentarla con los compañeros de prisión. Este compartir le trasmitía
la sensación de solidaridad tan fundamental en la preservación de la integridad
en condiciones de confinamiento.
Sus acciones fueron siempre inteligentes, generosas y desprovistas de rencor
frente a sus enemigos y quedaron inscritas con los máximos honores en la
historia del Siglo XX.