A los 10 años, Juan Manuel Casas perdió los dedos
de su mano izquierda por culpa de la pólvora. Por ella, otros perdieron la
tranquilidad y hasta la vida. Historias de huellas imborrables.
Mami: ¿cierto que los dedos me vuelven a crecer?”. Esa fue la primera
pregunta que Juan Manuel Casas le lanzó a su mamá al ver que a su mano
izquierda le faltaban cuatro dedos y que en la mano derecha su dedo meñique ya
no estaba.
Lo preguntó porque pensaba que, como pasa con algunos personajes
fantásticos, de esos que se ven por televisión, su cuerpo de niño se volvería a
regenerar. Era 1999 y en ese cuarto de hospital, en el sur de Cali, hubiera
querido recibir un sí como respuesta.
Pero Juan Manuel era un niño de 10 años, de carne y hueso, enfrentándose a
su realidad. Sus manos quedarían incompletas para siempre como una marca
imborrable de los funestos efectos de la pólvora.
Hoy tiene 24 años y sentado en la sala de su casa, en el barrio La
Selva, dice sentirse contento de poder contar su historia para que a nadie le
pase lo mismo. Lo hace sabiendo que en esta época, de fiestas de fin de año, el
uso indiscriminado de pólvora se dispara. De hecho, en el Valle tan solo en los
primeros ocho días de diciembre, ya fueron reportadas 25 personas quemadas .
El drama de Juan Manuel ocurrió el 31 de diciembre de 1998 y fue su
curiosidad de niño la que provocó el accidente. Llegaba el año nuevo y Juan
quería felicitar a sus tíos que vivían frente a su casa, ubicada en ese
entonces en el barrio Caney Especial I, en el Sur. Solo los separaba un parque,
que minutos más tarde se convertiría en el epicentro del dolor.
Justo ahí, y antes de llegar donde sus parientes, se encontró con sus amigos
de cuadra: niños de 10 años, como él.
“Entonces nos encontramos un pedazo de culebra. Una que había prendido un
vecino. Me dijeron: “vamos a cogerla a ver si le queda algo para quemar”.
Queríamos arrancarle la petaca (la cola de la culebra), pero como eramos chiquitos no podíamos. Primero intentó mi amiguito,
tenía como 7 años, pero no pudo. Luego intenté yo. Mi amiguito halaba del otro
lado la culebra. Yo no sé si fue el calor de la mano, pero de un momento a otro
todo se puso en blanco...”
Hace una pausa, respira y con los ojos fijos en sus manos recuerda que tras
la explosión hubo silencio y que esas manos estaban rojas. Brotaba tanta, pero
tanta sangre, cuenta, que no podía apreciar el daño.
De ahí en adelante el llanto y el dolor fueron recurrentes en su
historia de niño. Estuvieron presentes en las cinco cirugías para reparar
tendones en los dedos sobrevivientes y al sumergir sus manos débiles y
sensibles en parafina caliente, como parte de su terapia.
Igual de doloroso fue aceptar que su vida sería diferente, escuchar
comentarios hirientes al llegar a su adolescencia y tratar de borrar el
recuerdo que se repetía cada 31 de diciembre. La pólvora lastima el cuerpo y el
alma.
Pero como el daño ya estaba hecho, Juan Manuel prefirió dejar de llorar.
Ahora, 14 años después, este joven alto y buen mozo, economista de profesión,
entrega sonrisas de dientes perfectos que se le escapan a su timidez. Los días
de guardarse las manos en los bolsillos ya pasaron. Pero tampoco las exhibe, si
no es necesario. En su terapia sicológica aprendió que no hay que andar
pregonando sus dolores.
“Yo lo que quiero es que la gente vea que la pólvora es muy peligrosa. Solo
es bonita, pero bien lejos. Los niños son muy curiosos, hay que cuidarlos mucho
en esta época. Es que yo de verdad no entiendo: ¿cuál es la gracia de comprar
algo para verlo explotar?”.
72 años cumplió Albania Zamora y aún no se le olvida que la pólvora le quitó
a uno de sus siete hijos. Vive en Quinamayó,
corregimiento de Jamundí. En ese lugar nacieron todos
ellos, incluido José Mauricio.
Para el año 1982, el simpático ‘negrito’, como ella lo describe, tenía 15
años. A esa edad salió del pueblo a conseguir trabajo. Se empleó en una polvorería de Jamundí de forma
temporal en noviembre de ese año para tener plata en época navideña.
“Un día por radio dijeron que esa polvorería
había explotado y por ahí me di cuenta de que mi muchacho estaba malo. Duró
tres días vivo, pero se le quemó todo, menos los pies
porque los zapatos lo protegieron. El pelito se le chamuscó”, cuenta Albania,
quien 20 años después de su tragedia, mantiene vivo el recuerdo.
Describe aquello como una “angustia espantosa. Los médicos me dijeron que
hasta mejor que se murió, porque el daño sicológico que nos iba a quedar a él y
a mí era muy grande”. La pólvora mata y la gente, dice, no lo entiende. “Por
más que les dicen que no cojan eso, no hacen caso. Lo que hay es una
inconciencia tremenda”, dice vehemente Albania.
Esa inconciencia de la que ella habla provocó que en los últimos cuatro años
en el Valle del Cauca 259 personas resultaran lesionadas, según los reportes
del Centro Regulador de Urgencias de la región, Crue.
De las 134 víctimas reportadas entre diciembre del 2011 y enero del
2012, ocho personas sufrieron amputaciones de algún miembro de su cuerpo por
cuenta de la pólvora. Un obrero de construcción de 32 años y un estudiante de
15 están en la lista. Cuando el material estalla y se sale de control no
discrimina víctimas.
“La vida te cambia en un segundo y por completo. Uno siente rabia, tristeza,
impotencia porque llegan lesionados por no hacer caso”, dice la coordinadora de
enfermería de la Subdirección de Cirugía del HUV, María Cecilia Paredes. Lleva
más de 27 años viendo cómo las huellas de la pólvora se quedan en la piel de
los pacientes.
A ella se le grabó en la mente la historia de una niña de 12 años a la que
se le quemó el 35% de su cuerpo. Ocurrió en su casa en el corregimiento de Quinamayó, Jamundí, que
funcionaba a la vez como una polvorería.
“La piel de las piernas se le pegó a los genitales. Realmente estaba muy
mal. Sus pechos se quemaron y seguramente no le crecerían normales. Hoy ya debe
ser una mujer. Quién sabe si lo superó”, cuenta Paredes. Esto pasó en 1992.
Cuenta, además, que años después los padres de la menor murieron al explotar
la polvorería. “Tanto que les dije que se salieran de
eso cuando venían a visitar a la niña...dejaron a siete niñitos huérfanos”,
recordó María Cecilia.
Walter Calero, de 39 años, hubiera preferido atender las
advertencias que todos los años se hacen respecto al uso de pólvora. Dice que
si tal vez hubiera soltado a tiempo la punta de la culebra que sostenía con su
mano derecha en la madrugada del 1 de diciembre de este año, el daño habría
sido menor.
Desde ese día le tiembla su delgadísima humanidad. El labio superior de la
boca cuando habla, su mano derecha vendada por las quemaduras de segundo grado
que sufrió en los dedos, sus piernas. No sabe si es por la explosión o de los
nervios ante la posibilidad de que su dedo pulgar le sea amputado.
Fue el primer quemado por pólvora del Valle en 2012 .
“Yo ya había visto cómo un vecino se quemó cuando se le explotó en la cara una
mesa llena de pólvora. Lo que pasa es que uno no cree que le va a pasar”,
asegura.
Entonces se le quiebra la voz y los ojos se le encharcan. “Hace 15 días
había conseguido trabajo. Llevaba tres meses sin empleo, quién sabe si podré
trabajar otra vez. No se lo deseo a nadie...”.
Usar pólvora no es un juego, es cuestión de vida o muerte. Lo dicen
Juan Manuel, Adelina y Walter, quienes contaron sus historias porque esperan
que sus experiencias de vida sean suficientes para que nadie más tenga que
llevar en su cuerpo las huellas de unas amargas fiestas.
¿Aprenderemos algún día que la pólvora no es un juego?
Las personas que sufren quemaduras con pólvora pueden tardar entre uno y dos
años en superar las consecuencias emocionales de esta experiencia, según explicó
el psicólogo Luis Eduardo Peña.
El especialista dice que el objetivo de las terapias psicológicas es superar
el duelo o transtornos depresivos. “Este proceso
depende del apoyo familiar y social que reciba la persona. Entre más pequeña la
lesión, menos puede ser el daño psicológico”, explicó el especialista.
En recuperación física, una persona que sufre quemaduras de pólvora puede
someterse de 3 a 30 cirugías reconstructivas.
”Eso dependerá de la gravedad de las lesiones del paciente”, explicó Juan Pablo
Trochez, cirujano de la Unidad de Quemados del HUV.