Hace
tres años, el 10 de mayo del 2006, la sentencia 355 de la Corte Constitucional
legalizó la interrupción del embarazo en Colombia en tres circunstancias
especiales: peligro para la vida de la mujer, malformaciones que hagan inviable
la vida del feto y violación. Sin embargo, las expectativas que este fallo
generó están lejos de cumplirse: ni los abortos han dejado la peligrosa
clandestinidad, ni la ley se está cumpliendo a cabalidad.
Como lo confirmó hace unos meses un estudio de la influyente revista The Lancet, el impacto de la
despenalización del aborto ha sido mínimo. Además de la falta de conciencia de
las mujeres acerca de los derechos que la nueva legislación contempla, una de
las razones encontradas es la negativa generalizada de los médicos a
interrumpir los embarazos -aun cuando los casos cumplan con todos los
requisitos estipulados en la ley-.
Un ejemplo de esta situación se presentó en el Hospital Universitario San
Ignacio de Bogotá. La Secretaría de Salud de la capital multó el pasado 5 de
febrero a esta entidad jesuita por negarse a practicar un aborto legal. Esta
sanción, la primera contra una institución de salud y aún en trámite, sienta un
importante precedente, ya que desnuda una cruda realidad: usando los más
diversos argumentos, hospitales, médicos, EPS y jueces están negándoles a las
mujeres este derecho.
Que un doctor católico se oponga a practicar un aborto legal por razones de
conciencia no está en discusión. El debate estriba en si las instituciones,
como un hospital propiedad de una orden católica o una EPS, pueden aducir esas
razones para evitar el cumplimiento de la ley. Este es un tema espinoso, que
toca fibras íntimas y colectivas de una sociedad mayoritariamente católica y,
por principios religiosos, contraria a la medida.
No obstante, por más dura que les parezca a ciertos sectores sociales, la
ley es la ley. La sentencia de la Corte Constitucional no podía ser más clara
en especificar las circunstancias en las que la legislación nacional acepta que
una mujer interrumpa voluntariamente su embarazo. Esto implica que todos los
actores del sistema de salud, sin excepción, están obligados a garantizar el
ejercicio de ese derecho. Así mismo, que las entidades del Estado, como la
Secretaría de Salud capitalina, deben vigilar el cumplimiento de las normas,
hacer los seguimientos pertinentes y dictar las sanciones a que haya lugar.
Por ende, causa sorpresa la poca claridad que hay sobre el número exacto de
abortos practicados en estos tres años de vigencia de la legalización. Mientras
el Ministerio de la Protección Social reporta 201 en el país y la Secretaría de
Salud de Bogotá habla de 219 solo en la capital, las ONG los calculan en unos
3.000. Lo cierto es que, según un informe de la Procuraduría del año pasado,
los prejuicios sociales que despierta el tema, sumados a un sinnúmero de trabas
de profesionales e instituciones médicas, están impidiendo la aplicación
expedita y masiva de esta normatividad.
Sea por razones de "conciencia colectiva", por prejuicios o por
falta de información de los operadores de la salud, el balance de los tres años
del aborto legal en Colombia deja mucho que desear. Brillan por su flagrante
ausencia campañas informativas del Ministerio de la Protección, así como un
mejor seguimiento de los datos. Causan preocupación también declaraciones de
funcionarios del Ministerio Público que estarían en contra de hacer efectiva la
medida, como si las leyes fueran de cumplimiento opcional. Indudablemente, la
mejor defensa para las mujeres está en el conocimiento de sus derechos y en la
conciencia para exigir su aplicación. La diferencia con el pasado reciente
radica en que ahora la ley las respalda.