La
autonomía universitaria pasa por varios aspectos: libertad de cátedra, potestad
administrativa y financiación del Estado. En opinión de algunos expertos, este
último –la falta de recursos– la afecta en su
totalidad. Otros, por su parte, consideran que, pese a las dificultades, se
cumple en las universidades del país.
Lo
cierto es que su déficit dificulta la entrega a la sociedad de personas con
libertad de pensamiento, capacidad crítica y posibilidades de transformar al
país.
Así
lo expone Jorge Ernesto Durán, profesor de la Facultad de Derecho, Ciencias
Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá, que
considera que esa es la mayor defensa que debe hacerse del concepto de autonomía
universitaria.
En
la sentencia C-220 de 1997, la Corte Constitucional estableció que ella no es
“un atributo legal desdibujado [...], es una característica propia de las
democracias modernas que se traduce en el axioma de que los estudios superiores
no pueden estar sometidos a ninguna forma de dirección, orientación,
interferencia o confesionalismo por parte del
Gobierno”.
Así
como en una democracia el Estado no puede decirle a una persona qué debe comer,
qué automóvil comprar o qué carrera estudiar, no puede inmiscuirse en los
asuntos internos de las universidades, incluso cuando debe procurarles los
recursos económicos.
Cuando
la Corte dice que no debe haber “interferencia”, se refiere precisamente a que
los Gobiernos deben hacer los mayores esfuerzos para garantizar la autonomía
universitaria.
No
tan mal
Leopoldo
Múnera, profesor de la Facultad de Derecho, la define
como la autogestión de los miembros de la Institución: de su producción,
creación colectiva, intercambio y transmisión de conocimiento; lo cual, dice,
se garantiza con la libertad de cátedra. Solo así se puede construir
conocimiento con los estudiantes.
Pero,
en su opinión, dada la necesidad de conseguir recursos, los profesores cada vez
están más cargados de funciones administrativas y gerenciales de sus propios
proyectos, lo que los aparta de su verdadera misión.
No
obstante, el profesor Moisés Wasserman, exrector de
la UN, considera que, si bien no existe una situación perfecta, las
universidades colombianas no están mal en la materia, pues esta ha sido respetada
y se debe reconocer que el Estado asigna presupuestos.
Y
Luis Enrique Arango, director del SUE, afirma: “Si nos comparamos con el primer
mundo, la distancia es enorme. Pero, con respecto a países latinoamericanos,
Colombia está por la media”.
Las
complejidades de su alcance han sido la constante en la vida de las
instituciones académicas. Precisamente, la sentencia C-220 hizo un avance
sustancial al entregar una definición que permite saber en qué terreno se
sustenta ese derecho constitucional:
“La
universidad, cuyo fundamento es el perfeccionamiento de la vida y cuyo objetivo
es contribuir a formar individuos que reivindiquen y promuevan ese fundamento
–a través del dominio de ‘un saber’ y de la capacidad de generar conocimiento,
reclamando su condición de fines en sí mismos y no de meros instrumentos–,
es la que requiere, para ‘ser’, el reconocimiento efectivo de su autonomía”.
Además,
agrega que otro tipo de centros de educación superior –que fundamentan su
quehacer en objetivos distintos, como, por ejemplo, la mera profesionalización–,
si bien son necesarias en el mundo moderno, no pueden denominarse
universidades: “Tal distinción subyace en la legislación de nuestro país, que
distingue entre universidades y otras instituciones de educación superior;
reconociéndoles autonomía plena, no absoluta, únicamente a las primeras”.
El
profesor Wasserman asegura que esta clase de apreciaciones
(que incluye el artículo 60 de la Constitución) significaron un reconocimiento
social a su trabajo y a su papel fundamental, lo que implica que adquirieron
tanto derechos como deberes.
Las
responsabilidades
Según
Rodrigo Uprimny Yepes,
constitucionalista y también profesor de la Facultad de Derecho de la UN, esos
derechos les permiten definir su norte, determinar su filosofía y administrarse
para que tengan plena libertad académica.
“Obviamente,
la autonomía no puede verse como una soberanía universitaria. Existe una
reserva de ley (un sustento legal) que establece restricciones, regulaciones o
limitaciones. Por ejemplo, la inspección y vigilancia del Estado, la regulación
de los servicios públicos educativos y la protección de los derechos fundamentales
de las personas que allí trabajan y estudian”, explica.
La
Corte también argumenta que su ejercicio implica para las universidades cumplir
su misión a través de acciones a las cuales subyazca una “ética de la
responsabilidad”.
Esto
significa que su autonomía debe encontrar legitimación y respaldo no solo en
sus propios actores, sino en la nación en la cual ellas materializan sus
objetivos, en el Estado que las provee de recursos y en la sociedad civil que
espera fortalecerse a través de ellas.
Y
es que este debate debe incluir a la sociedad civil, sostiene el profesor
Durán. Así, resalta que, si bien el tema ocupa un lugar relevante en las
agendas de académicos y políticos, debe incluir al ciudadano de a pie, a quien
finalmente le pertenecen los recursos y productos de las universidades
públicas.
En
el caso de la UN, la autonomía abarca múltiples dimensiones. Desde el manejo de
los recursos recibidos para pensiones, la búsqueda de aliados privados para
desarrollar investigaciones hasta la incertidumbre sobre el mantenimiento del
patrimonio de los edificios Camilo Torres, Uriel Gutiérrez y el Hospital (por
cuenta del proyecto de renovación del CAN), entre muchas otras.
Lo
que no debe perderse de vista es que la autodeterminación es un
“reconocimiento” –según está estipulado en la Constitución–
que implica un conglomerado de elementos (con tantos derechos como
responsabilidades) y que es crucial para los procesos educativos de la
Institución. Si esta no se garantiza, no es posible educar a profesionales responsables
y autónomos capaces de adelantar transformaciones sociales.
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