Comer con la cabeza, no con el estómago

Por: ADRIANA LA ROTTA

HONG KONG. Por lo menos 45 millones de personas murieron de hambre entre 1958 y 1962 a raíz del 'Gran Salto Adelante', el programa de industrialización impuesto por Mao Tse-tung en China, cuyas espantosas consecuencias todavía no se han acabado de conocer.

    Medio siglo más tarde, China crece y prospera y lo mismo se puede decir de las cinturas de sus habitantes: el número de niños obesos en el país se ha quintuplicado en las últimas dos décadas, debido al cambio en los hábitos alimentarios que ha traído el progreso. Haber pasado de la hambruna a la gordura parece una ironía de la historia, pero es en realidad una prueba de la vertiginosa transformación que se ha experimentado en esta parte del mundo.

    El consumo per cápita de carne en China, que en 1985 era de 20 kilos por año, pasó en el 2000 a ser de 50 kilos. Algo parecido ha sucedido con la leche, que ha entrado a formar parte de la dieta de muchos chinos, especialmente de los que viven en las ciudades.

    Lo que la población en China come o deja de comer parece trivial, pero no lo es porque afecta el suministro y el precio de los alimentos a escala global.

    Al igual que en otras naciones emergentes, los chinos consumen cada vez más proteína animal y atender esa demanda pone presión en recursos como la tierra, el agua y también en otros alimentos. El resultado es que granos como el maíz y la soya, que deberían ir al estómago de los humanos -en especial de los más pobres-, se usan para alimentar vacas, cerdos y pollos, que solo los más privilegiados pueden costear.

    La cría de ganado ya ocupa un tercio de la superficie habitable del planeta y el día en que los pobladores de China consuman la misma cantidad de proteína animal que los norteamericanos comen ahora -algo así como 123 kilos por cabeza al año-, la ecuación alimentaria se volverá todavía más perversa.

    No estoy sugiriendo que los chinos deberían consumir menos carne, sino que TODOS lo deberíamos hacer. Comer menos proteína animal es un imperativo no solo por el impacto económico y ecológico de la cría de ganado y de aves, sino también por sus implicaciones éticas.

    La forma industrializada como se manipulan y se sacrifican los animales es escalofriante y, personalmente, cada vez me incomoda más hacerle concesiones a un sistema tan deshumanizado, cuando debería buscar otras alternativas de comida para poner en la mesa.

    La dieta asiática, al menos la que prevalecía antes de esta fiebre carnívora, debería ser promovida como cualquier otro producto de exportación. Compuesta esencialmente de arroz y de diferentes tipos de vegetales, requiere más imaginación que dinero y es, sin duda, mucho menos tóxica.

    Me temo, sin embargo, que esa no es la tendencia de consumo de la población china, que parece fascinada por lo que Occidente produce, no solo en lo comercial, sino también en lo cultural. Kentucky Fried Chicken, la famosa cadena de pollo frito estadounidense, tiene más de 3.200 restaurantes en China y el cálculo es que cada 18 horas abre una nueva sucursal. McDonald's ya tiene 1.100 locales y espera tener el doble en el 2013.

    Muchos comerciantes, y hasta sectores industriales enteros, esperan beneficiarse del apetito chino por los animales. Los criadores de canguros de Australia, por ejemplo, han empezado a intensificar su lobby en China para posicionar la carne del marsupial como un alimento delicioso y abundante. El gobierno argentino, que ya le vende soya a China, está trabajando intensamente para lograr que los asiáticos le compren maíz en gran escala.

    Corresponde que los hombres de negocios piensen con el bolsillo, pero a nivel del consumidor otra cosa ocurre. La forma como nos alimentamos se ha vuelto un tema crucial: que hay que pensar menos con el estómago y más con la cabeza.