La capacidad de amar
Abril 11 de 2010
Por Carlos E. Climent
Pasado el período
inicial de romanticismo, viene la adaptación a la realidad de las diferencias.
La
‘luna de miel’ es -en el mejor de los casos- un período breve. Una fantasía.
Una especie de deliciosa insania temporal de la
relación de pareja en la cual no se conoce a la otra persona, se minimizan los
defectos del otro y sólo hay cabida para lo grato. Pero al igual que los demás
períodos de idealización, éste también termina cuando la realidad llama a la
puerta, entra a la fuerza y no vuelve a salir.
De la
capacidad de las personas para aceptar las condiciones impuestas por la
realidad, dependen no sólo su crecimiento personal, su progreso y maduración
sino -y en especial- su habilidad para tolerar y aprender a manejar la gama
infinita de dificultades que trae consigo el relacionarse con los demás. De
todas ellas, la vida de pareja es la que mejor prueba la capacidad adaptativa.
Las
personas más sabias son capaces de poner en observación al otro por un tiempo
prudencial, antes de sumirse en profundidades románticas o eróticas que
emborrachan el buen juicio. En consecuencia hacen sus elecciones teniendo en
cuenta, no sólo la química y la fachada sino la transparencia, la generosidad y
la lealtad, características siempre presentes en la persona capaz de amar. Esta
capacidad no se puede asumir (darla como un hecho, sin haberla comprobado),
pues ni el amor es lo mismo que zalamería, ni la obsequiosidad y “lambonería” del período de la conquista, equivalen a
generosidad. Cuando se incurre en ese error y se aplica a la primera persona
seductora y complaciente que aparece, sin haberla confirmado a través de un
conocimiento mayor, se está actuando irreflexivamente.
Tal
determinación lleva a entregar afecto a quien no puede retribuirlo. El problema
no es que no ame a su pareja, ¡es que probablemente no ama a nadie! Quien elige
una pareja con esas características se pasa la vida-como me explicó una
paciente de su marido: “tratando de sacarle jugo a un estropajo”.
Darse
cuenta a tiempo de tal condición ahorra mucho dolor. Pero el diagnóstico no es
fácil y muchas personas, especialmente las impulsivas, débiles, atemorizadas,
ingenuas o soñadoras, se pasan toda la vida tratando de cambiar alguien con un
trastorno inmodificable del carácter.
En el
mundo de los adultos, las diferencias, los roces, los disgustos y las
irritaciones -por múltiples razones- son la norma, no la excepción. Pretender
que la relación esté libre de tales diferencias es manifestación de inmadurez.
La relación de pareja es siempre complicada para los adultos normales, pero lo
será mucho más si uno de los dos tiene expectativas infantiles.
Los
más equilibrados saben, desde el comienzo, que la felicidad completa no existe
y no se sorprenden si la vida les trae molestias e inconvenientes. Le apuntan a
lo mejor, pero no se inventan la realidad. Dan por iniciado el proceso de
conocimiento y están dispuestos a tomar las acciones que sean necesarias, de
acuerdo a lo que van observando.
carloscliment@elpais.net.co