Editorial: Cáncer: el fetiche de los precios

 

El cáncer no solo es una tragedia en términos sanitarios, personales y sociales. También representa, en la mayoría de los casos, la ruina económica para los afectados y sus familias, por los altísimos costos que alcanzan los medicamentos para tratarlo.

Se calcula que en Estados Unidos los pacientes deben pagar de su bolsillo el 20 por ciento, en promedio, de tales valores –que oscilan entre los 20.000 y los 30.000 dólares anuales–, es decir, entre la tercera y la cuarta parte de los ingresos totales de una familia al año.

A pesar de las enormes dificultades y las trabas que los enfermos de cáncer en Colombia deben enfrentar para acceder a servicios de salud oportunos que garanticen su tratamiento, casi todos los medicamentos para el manejo de la enfermedad, incluidos los nuevos y más costosos, son pagados con recursos públicos, a través del sistema de salud. Esto, que pareciera ser una ventaja, está convertido en un estímulo perverso para terceros interesados, que atenta contra las finanzas del sector y contra los propios pacientes en términos de calidad y expectativa de vida.

No es un secreto que la mayoría de los remedios para el cáncer, que están por fuera del POS, son pagados mediante la figura de los recobros hechos al Fosyga, con todo lo que ello implica.

A falta de una mejor definición, hay que decir que el Fosyga no es otra cosa que una especie de pagador ciego que, al amparo de normas esgrimidas para justificar los abusos, gira y gira sin mirar a quién y sin importar el monto. Hasta las facturas más inverosímiles pasan por allí. Y, como cuando se bota plata por una ventana, muchos negociantes se acomodan debajo de ella para recogerla. Es duro decirlo, pero eso exactamente está ocurriendo con el cáncer en Colombia.

Prueba de ello es el desbordado aumento de sitios o centros que atienden a estos pacientes. De acuerdo con un estudio hecho por el Instituto Nacional de Cancerología, en septiembre del 2011 el país contaba con 1.878 de estas unidades (pero solo estaban habilitados 1.225); de ese total, 1.536 ni siquiera contaban con el requisito indispensable de tener personal especializado para prestar servicios tan complejos. Aquí, valga recalcarlo, no hay más de 300 médicos especializados en oncología.

Estos fueron algunos de los argumentos de peso tenidos en cuenta por la Política Farmacéutica Nacional para referenciar con preocupación que muchos de tales servicios habían proliferado, incentivados por la rentabilidad económica de los recobros. Sin descontar que la mayoría son un agente más dentro de la gran cadena de intermediación que encarece de manera vergonzosa los medicamentos.

Si a lo anterior se suma que el desabastecimiento de drogas efectivas de bajo costo contra este flagelo es motivada, en parte, por la presión de entrada de nuevas y más costosas, no hay duda de que los fármacos oncológicos son el principal negocio de muchas entidades que hoy atienden el cáncer desde una perspectiva más comercial que sanitaria.

En tiempos de regulaciones firmes, el sistema de salud debe amparar con urgencia el fortalecimiento de los verdaderos y buenos centros que se dedican a esta tarea (que los hay).

Definir tarifas justas para su gestión clínica, incentivar económicamente sus buenos resultados en salud y alejar de sus balances el perverso fetiche del “pago por medicamento” serían pasos a favor de la dignidad y calidad de vida de estos pacientes.