Un reciente
editorial de este diario señaló que, después de casi dos años de negociaciones,
son pocas las esperanzas de alcanzar en la próxima Cumbre de Copenhague un
acuerdo que permita enfrentar en forma adecuada el calentamiento global.
¿Por qué ha sido tan difícil alcanzar un acuerdo "con dientes"
cuando desde hace treinta años los científicos, en forma casi unánime, nos han
reiterado que existe una alta certidumbre sobre la existencia del fenómeno y
sobre sus graves impactos? ¿Por qué la Convención Marco de Cambio Climático
(1992) y su Protocolo de Kioto (1997) presentaron
desde un principio una gran debilidad y sus resultados han sido tan pobres?
No se me olvidan los planteamientos del doctor Andrew
Hurrel, profesor de política internacional de la
Universidad de Oxford, en un seminario que tuvo lugar en la Universidad de los
Andes, previo a la Cumbre de Río de Janeiro en 1992. La resolución del problema
del cambio climático, afirmó, requeriría un nivel de cooperación y solidaridad
de todos los países del planeta -en materia económica, tecnológica y social-,
que no tiene antecedente alguno en la historia de la humanidad.
Además, añadió, no ha existido tampoco una negociación global de mayor
complejidad en la historia: los impactos del cambio climático son diferenciados
para las diversas regiones del mundo, con ganadores y perdedores en los
distintos escenarios de aumento de la temperatura; los intereses de cada país
se ven afectados en forma singular, dependiendo del camino que se tome para
combatir el calentamiento global, y para llegar a un acuerdo se requiere el
consenso de 194 países, lo que implica tomar decisiones de mínimo común
denominador que, en este caso, no son necesariamente las más apropiadas.
No obstante estas grandes complejidades y las dificultades en que se
encuentra el proceso hacia la Cumbre de Copenhague, ya no parece posible darse
el lujo de negociar otros veinte años sin alcanzar acuerdos significativos,
puesto que el tiempo para la acción eficaz se encuentra prácticamente agotado.
Y es que, justamente, es imperativo llevar a cabo, en los dos próximos
decenios, las reducciones requeridas de emisiones de gases de efecto
invernadero para que la temperatura media de la Tierra no sobrepase el umbral más
allá del cual se podrían enfrentar impactos totalmente indeseables, que, en
ciertos escenarios, podrían llegar a ser catastróficos.
Por eso es esperable que en la Cumbre se cierren algunos acuerdos
sustantivos en asuntos claves como la adaptación y la deforestación evitada, de
especial importancia para Colombia, y se definan las bases para alcanzar,
mediante una nueva ronda de negociaciones, acuerdos de aliento en materia de
mitigación de los gases de efecto invernadero y de financiación a los países en
desarrollo, que constituyen el nudo gordiano de los desencuentros. Y la
construcción de estos nuevos acuerdos necesariamente partirá tanto del
reconocimiento de las responsabilidades históricas de los países desarrollados,
como del reconocimiento de las responsabilidades que están adquiriendo los
grandes países en desarrollo como consecuencia de su ingreso al club de los
emisores de gases de efecto invernadero.
En Copenhague no se está buscando salvar nuestro planeta, como se afirma
erróneamente. En últimas, lo que está en juego es el nivel de bienestar de los
jóvenes de hoy y de las futuras generaciones (o, para ponerlo en forma menos
elegante, su posible grado de sufrimiento), así como la sobrevivencia
(o grado de extinción) de las especies que han acompañado a la especie humana
en su evolución. Y pase lo que pase, en esta era de drástico cambio global de
origen humano, el planeta Tierra seguirá su accidentado curso durante cuatro
mil quinientos millones de años adicionales hasta que finalmente desaparezca en
la infinitud del universo.
* Ex ministro de Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial