Harvard tiene el banco de cerebros más grande del mundo

Son más de 3.000 sesos, fundamentales para investigar enfermedades como el Parkinson o el Alzheimer.

"Trabajando rápidamente con un cuchillo, Harvey tonsuró el cuero cabelludo, cortando de un oído al otro por la parte de atrás de la cabeza, y después hacia la coronilla del cráneo. La piel se desprendió del hueso con un sonido similar al de la cinta de enmascarar al ser arrancada de una superficie. El patólogo movió luego la piel de la cara hasta revelar por completo el cráneo blanco vainilla, y con una sierra cortó la cabeza de Einstein. Partió el cráneo como un coco, removió un poco de hueso, peló las meninges viscosas y cortó las venas conectivas, los nervios y la médula espinal. Y entonces, finalmente, tuvo delante la enorme perla desigual. Harvey metió los dedos temblorosos dentro del cáliz del cráneo y sacó el cerebro reluciente".

Así describe el periodista Michael Paterniti, en su libro Driving Mr. Albert, el comienzo del extraño viaje que tomó el cerebro más famoso del planeta, durante el cual anduvo días flotando en trozos dentro de un recipiente plástico en el maletero de un automóvil. Tras haber cruzado los Estados Unidos de costa a costa, la materia gris que cambió al mundo llegó hasta la Universidad de Princeton, y luego al Museo Mutter, en Filadelfia, donde reposa hoy.

Filadelfia posee a Einstein, pero el banco de cerebros de Harvard, o Harvard Brain and Tissue Resource Center, tiene a su disposición más de 3.000 sesos de gente común y corriente que están resultando cruciales en el estudio del órgano más misterioso del cuerpo humano.

Los cerebros son donados en su mayoría por pacientes que sufrieron enfermedades como Parkinson, Huntington o Alzheimer, y desórdenes psiquiátricos como la esquizofrenia. Pero el banco también necesita cerebros sanos para poderlos comparar con los enfermos.

Anualmente, los técnicos envían hasta 6.000 muestras de tejido a investigadores en todas partes del planeta. Con todo y eso, el banco de cerebros más grande del mundo apenas da abasto: el creciente interés global en las neurociencias y en la genética ha aumentado la demanda de cerebros humanos frescos para estudiar.

"El avance de las tecnologías en materia de secuenciación genética y el estudio de la expresión de los genes hacen que los análisis a nivel molecular estén entre los que más información les sacan a los tejidos cerebrales", dice la doctora Francine Benes, directora del centro.

Los investigadores combinan esta tecnología con imágenes de altísima resolución para hallar las regiones del cerebro que pueden estudiar usando chips de genes, por ejemplo. Esto es particularmente útil para especialistas interesados en enfermedades mentales como la esquizofrenia y la enfermedad bipolar: puesto que existen muy pocas diferencias anatómicas entre los cerebros saludables y los afectados por estos desórdenes, los investigadores se enfocan, más bien, en el interior de las células.

Cualquier persona mayor de 18 años puede donar su cerebro, aunque no todos califican: quienes tengan historial de drogadicción, traumas cerebrales, ciertas enfermedades infecciosas o que hayan vivido con un respirador durante más de 24 horas son descalificados.

La llegada del órgano

Los cerebros donados se empacan entre hielo y son enviados por un servicio de mensajería al banco. Todo esto debe suceder en menos de 24 horas después de la muerte de la persona para evitar que el órgano se deteriore. Una vez llega, le asignan un número de identificación, para proteger la identidad del donante.

Un cerebro fresco y rosado llega una mañana al centro de Harvard. El asistente de procesamiento de tejidos se apresura a ponerse un equipo protector en la cara y comienza a trabajar. Primero, pesa el cerebro. Luego, lo fotografía y lo alista para cortarlo. Tomando un largo cuchillo de cocina, lo parte en dos mitades. Pone una mitad dentro de un cubo plástico con formalina para fijarlo, un proceso que toma 15 días. Pasado este lapso, el cerebro será cortado en muchos trozos pequeños, que serán guardados en repisas metálicas con números de referencia.

Mientras tanto, trabajando bajo un letrero que reza Mortui vivos docent -'los muertos les enseñan a los vivos'-, el técnico corta, lentamente, la otra mitad del cerebro en lascas, como quien rebana un pan. Después, usa un escalpelo para separar las estructuras del cerebro que pueden resultar útiles a los investigadores. Pone estos trozos sobre platos de teflón y luego los sumerge en nitrógeno líquido, lo que libera una nube fría que se expande por todo el recinto.

Las 'tajaditas de mente' se endurecen e instantáneamente se tornan blancas. La congelación inmediata preservará indefinidamente todas sus estructuras. Más adelante, serán recogidas en bolsas plásticas y guardadas en congeladores a -75 grados centígrados.

La información de este cerebro, incluyendo su historial clínico y reporte patológico, será guardada en una base de datos a la cual tienen acceso los investigadores. Esto les permitirá pedir partes de cerebros específicos, según sus necesidades. Por ejemplo, alguien que esté estudiando el Parkinson podría estar interesado en una región del cerebro medio llamada substantia nigra -responsable del movimiento-, ya que dicha zona ha estado implicada en esa enfermedad.

Cuando se recibe un pedido, los técnicos del banco de cerebros recortan un cuadrito de un centímetro de la estructura requerida y lo envían al científico, sin costo alguno. Cada cerebro quedará preservado por años hasta que no haya más material que enviar. Desafortunadamente, las donaciones -especialmente las de los cerebros sanos y de pacientes que sufrieron ciertas enfermedades psiquiátricas- no alcanzan a abastecer la demanda de los investigadores. Pese a que para donar solo hay que enviar un correo electrónico, el banco de Harvard solo recibe unos 300 cerebros al año y necesita, por lo menos, otros 50.

Más profundo que una resonancia

La importancia de los cerebros 'frescos'

El tejido cerebral fresco es esencial para las investigaciones. Técnicas como las imágenes por resonancia magnética y la tomografía de emisión de positrones ven el funcionamiento de los cerebros de las personas vivas, pero no pueden ver las células nerviosas.

Entender la química de las células en las regiones enfermas del cerebro, es decir, qué proteínas están presentes y qué genes están activos, puede ayudar a los científicos a desarrollar diagnósticos y tratamientos. Entonces, para identificar la tarjeta química de presentación de enfermedades como el autismo, el Alzheimer o el Huntington, los científicos necesitan una constante cantidad de cerebros frescos.

ÁNGELA POSADA-SWAFFORD
Especial para EL TIEMPO
Boston